La última reina – Firebrand (Karim Aïnouz)

Empieza La última reina con una anotación que bien podría servir de aviso: lo siguiente que veremos nunca estuvo escrito en los libros, porque hubo una larguísima etapa de la saga de los Tudor en la que se pasó olímpicamente de plasmar en papel lo que hicieron las mujeres que pasaron por la familia. Con este ‹warning› expuesto de un modo mucho más poético y centrándose en una parte concreta de la novela El juego de la reina de la británica Elizabeth Fremantle, aficionada a escribir sobre los Tudor y los jacobinos, Karim Aïnouz se sale de sus costumbres documentales para rebozarse en intrigas palaciegas que le obligan a reconstruirse en fondo y forma, al ser un director que nunca había sucumbido a grandes proyectos.

Dicho esto, la fantasía puede comenzar, puesto que aquí es una figura femenina, en esta ocasión la de Catalina Parr, la sexta y última esposa del rey Enrique VIII, la absoluta protagonista de un relato en el que subrayar la importancia de una voz que no pasaría a la historia más allá de haber sobrevivido al rey ególatra y misógino que acabó con cada una de sus anteriores mujeres de un modo u otro.

En su intención de valorar palabras y hechos por encima de bellezas o traiciones, la reina consorte está interpretada con elegancia por parte de Alicia Vikander, quien acompaña las pomposas vestimentas y exageradas joyas con un armónico rostro sin decoraciones ni aspavientos, permitiendo que se luzca la actriz y no su envoltorio, algo muy propio del cine de época. Más allá de esto, la película es tremendamente convencional, lo que podrían solicitar los amantes del género como un mínimo agraciado donde, eso sí, se permite especular con un final capaz de gritar “aquí estoy yo” y fabular con posibles movimientos de ajedrez que hicieran que la reina se merendase todas las piezas del tablero, aferrándose a esa necesidad de visibilizar figuras olvidadas por la historia que seguramente tuvieron mucho más peso del conocido por estar dicha historia escrita por y para hombres en la antigüedad.

Al mismo tiempo nos encontramos con un Enrique VIII que sí ha necesitado seguramente de maquillajes y dobles para convertir a Jude Law en uno de los más despreciables y poderosos personajes de la historia de Inglaterra, con el que comparte apenas unos pocos rasgos y un buen tirón como nombre para acompañar en el cartel de la película a Vikander. Aún así consigue presentar un papel creíble, molesto y caprichoso incluso en su lecho de muerte, que sabe subrayar el terror del poder masculino frente al ninguneo femenino.

Es La última reina una versión moderada de la “telenovelesca” vida de la saga de los Tudor, que tanto juego ha dado en el cine y la televisión. Su intención es tomar en serio las crueldades de un rey venido a menos frente a las ideas reformistas de aquellos que todavía piensan en el poder como una posibilidad de avance y no solo en el propio beneficio. Se centra esta crónica en la tensión voluble entre reina y rey, llegando a idolatrar esta versión empoderada de Parr, pero deja un pequeñísimo espacio para poner en duda los cimientos religiosos al hablarnos de esas palabras divinas interpretadas por el hombre bajo el idioma que solo unos pocos podían entender (algo muy de ahora, muy de siempre). ¿El resto? Escenarios abarrotados, vestimentas sublimes, iluminación cálida y mucha ostentosidad, algo inherente al siglo que retrata y que se maquilla para idealizar la riqueza en tiempos de peste y moribundos.

La última reina es correcta y contenida, podría dar más de sí entre tanto intento de conseguir el poder y mantener la cabeza pegada al cuerpo, no obstante sabe recopilar los grandes aciertos de otros y jugar con frialdad sus cartas para elaborar un bello retrato de aquella que tuvo la fortuna (o la inteligencia) de sobrevivir a un demonio sobre la tierra. Al final, cualquier historia relacionada con la realeza de la época sobresale por sí sola.

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