Con una cámara en mano temblorosa, Isabel Lamberti parece capturar las tensiones subyacentes de las vidas de los habitantes de la Cañada Real. Nos acercamos así al hogar de la familia Gabarre Mendoza, en el que conviven varias generaciones. Miles de personas como ellos han resistido durante años, incluso décadas, viviendo en condiciones miserables en estos asentamientos ilegales de chabolas que surgieron en la década de los sesenta del pasado siglo, que se extienden atravesando varios municipios madrileños. En La última primavera (2020) la intrascendencia de la cotidianidad alcanza una nueva dimensión política y significado en su representación, mientras seguimos a estas personas que existen en los márgenes de la sociedad y que han construido su propio mundo, adaptándose y sobreviviendo en un difícil equilibrio. Un equilibrio que comienza a tambalearse cuando reciben la notificación de que en breve su casa será derribada y ellos desalojados. Acostumbrados a una transitoriedad permanente, continúan con sus vidas mientras vemos sus esfuerzos del día a día. Como el difícil trabajo de chatarrero del padre y su enfrentamiento a los trámites burocráticos para conseguir una nueva casa o solucionando los problemas del suministro eléctrico con la colaboración del vecindario.
Las interpretaciones de todos estos actores no profesionales —y que recrean sus propias vivencias— proveen, en combinación con la perspectiva de observación naturalista de la directora, de una autenticidad documental a las imágenes muy difícil de separar de sus vínculos con la realidad. Esto hace que la ficción se construya en una capa tan fina sobre el sustrato de lo real que desafía nuestra concepción de la misma. Algo que hace pensar en lo que sucedía con Entre dos aguas (Isaki Lacuesta, 2018). El registro tan directo de estos personajes y la descripción de su universo evoca el trabajo de hibridación a medio camino entre la no ficción y el neorrealismo de Tizza Covi y Rainer Frimmel (La pivellina, 2009). Así es cómo marca la senda al espectador la precisa mirada de Lamberti, siguiendo de manera dispersa a un grupo de personajes sin un foco definido, coherente con la ausencia de una dirección marcada de su tiempo. De esta forma también aparecen los riesgos inherentes a su situación. La transgresión de la ley se halla fácilmente en una simple llamada de teléfono o al alcance de la mano. Lo que puede ser la causa de una exclusión social definitiva, ya muy presente por la distancia física y la falta de comunicaciones con los centros urbanos.
Los fundidos a negro y las elipsis del montaje marcan el paso del tiempo en un relato en el que no suceden grandes eventos. Es a través de esta insignificancia de lo anecdótico donde surge el discurso social del filme, fuera de toda definición moral impuesta en la concepción fílmica de su puesta en escena, desde el mero contraste con el contexto de sus protagonistas y la identificación de los mismos deseos y necesidades de cualquier familia. La cámara les sigue insistentemente en composiciones de planos cerrados sobre los rostros y sus reacciones, dejando constancia de la dialéctica en sus imágenes entre estas personas y su entorno, inestable y hostil. Una discusión por el uso del baño, unos niños jugando en campo abierto entre basura, un chaval que busca trabajo de peluquero y quizá encuentre algo más… La última primavera se fija en los pequeños gestos y detalles, en momentos de soledad y en los silencios, pero también en la bulliciosa rutina de los Gabarre Mendoza para describir todo un modo de vida y una cultura que se presentan destinados a desaparecer, que están conectados a un territorio y unas gentes invisibilizados sistemática e interesadamente.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.