Nuestro cerebro funciona a través de recuerdos. Por ellos realizamos las tareas más simples mecánicamente, por ellos coleccionamos experiencias que compartir (o no) con el resto del mundo, con ellos resucitamos de nuevo una y otra vez esas situaciones que forman nuestra vida. La edad convierte los cerebros en toneladas de basura valiosísima que se guarda con mimo y se contempla a modo de repaso. Ese mismo paso del tiempo también nos apuñala de vez en cuando, y como consecuencia de ello va dejando huecos vacíos donde antes uno se rebozaba en un ayer muy concreto para disfrutar o autodestruirse. Julie Bertucelli materializa esos recuerdos, viejos y desgastados, auténticas piezas de coleccionista que luchan entre el valor sentimental y el real, en el jardín de la señora Darling. Lo hace a partir de la novela Faith Bass Darling’s Last Garage Sale de Lynda Rutledge, a la que decide dar vida en su película La última locura de Claire Darling.
Vemos el despertar confuso de una señorial Catherine Deneuve, que recompone su aspecto ante una gran decisión: vaciar la casa de todo objeto en una venta privada a las puertas de su hogar. En una historia que vive de sus personajes y del desconocimiento que tenemos de ellos, pronto se articula el recuerdo como única constante posible. En su afán por darle un peso y consistencia justo a cada uno de esos recuerdos, Bertucelli decide seducirnos rompiendo toda barrera temporal, confundiendo el ahora y el ayer tal y como lo hace la protagonista del film, y así significar su pensamiento para rellenar la realidad. Cada vez que uno de sus protagonistas mira hacia el infinito, en las estancias resucita otro tiempo, que sitúa las querencias de todos ellos, sus pasiones, miedos y desgracias, revistiendo con retazos sin orden alguno la historia perdida de Claire Darling. Es quizá no perder de vista a la persona que recuerda durante ese momento en que se rememora lo que no covierte La última locura de Claire Darling en un diario de flashbacks interminable.
La directora solo intenta jugar con esa emotividad que vive en la cabeza de todos los implicados, sin necesidad de fastidiar el relato con el ensañamiento de la tristeza. Más allá de lo tangible, son las mujeres del film —que por una vez representan su edad real para no inundarnos de medias verdades como siempre ocurre en roles femeninos— las que hacen saltar chispas. Madre e hija, en la pantalla y fuera de ella al unirse Chiara Mastroianni al elenco, saben desarrollar esas vagas interpretaciones del tiempo, sin necesidad de adaptarse entre ellas, simplemente asumiendo su distancia como una oportunidad para lucir el pasado.
La historia va tomando el mismo aspecto que las abarrotadas estancias llenas de objetos de la mansión, el polvo desluce la memoria, la cercanía reconforta lo que unos rememoran frente a otros, y algunos pensamientos se rompen en mil pedazos como si cayesen pesados al suelo. Todo va justificando la situación actual, cada conversación que se pierde en el ahora tiene un porqué en el pasado, y sin seguir un rumbo concreto va completando un todo. Esa es la eficacia de La última locura de Claire Darling, partimos de una casa sin espacio, una mente vacía, y descubrimos que los objetos son poco más que cosas a las que les ofrecemos un significado, y que solo retienen esa historia a ojos de quien se la otorga, una comunión que se rompe en cuanto nuestro contenedor principal, falla.