La última bandera (Richard Linklater)

De la camaradería al compromiso, Hal Ashby realizaba un retrato a principios de los 70 cuyas connotaciones quedaban diluidas en un espejo humano que el cineasta tendía a sus tres protagonistas, propagando así una duda que también se cernía sobre el espectador y devenía en última instancia como afilada crítica: ¿es antes la amistad o el deber? Cuarenta años más tarde, Richard Linklater recoge el testigo del autor de Harold y Maude para otorgar nuevos matices a aquel testimonio deslizado en El último deber a través de la novela de Darryl Ponicsan, acogiéndose precisamente a la segunda parte de aquella The Last Detail escrita por el de Pensilvania, de título Last Flag Flying —que, como en el film de Ashby, mantiene—.

La última bandera supone así una nueva puesta en escena a través de los personajes creados y desarrollados por Ponicsan, no tanto en aquel humanismo que impregnaba la película de 1973, más bien acogiéndose a un terreno donde la crítica se perfila de un modo mucho más directo, quién sabe si a raíz de esa guerra cada día más politizada, signo del cambio de los tiempos, o sencillamente debido a una situación que se antoja aún más dramática que la propuesta en El último deber.

Linklater no cede sin embargo a ese dramatismo que parece clamar la historia desde un punto de vista sensiblero, y sostiene un pulso entre el tejido más cercano al drama y unos inesperados destellos humorísticos que surgen con naturalidad palpable, e incluso parecen apuntar en clave de homenaje a la obra dirigida por Ashby —hay, de hecho, algún momento bastante similar en cuanto a concepción—. En ese sentido, rodearse de dos intérpretes de estrecha relación con la comedia como Steve Carrell y Bryan Cranston ofrece al cineasta la posibilidad de apaciguar un tono que de todos modos en ningún momento reviste la gravedad a la que sí podrían apuntar las circunstancias de lo relatado. Esa perspectiva permite mantener una distancia que deriva en respeto hacia la situación descrita, pero además lo hace sin necesidad de incurrir en una mesura y reflexión que no parece tener cabida en esa reunión propuesta tantos años más tarde, ni mucho menos en la escenificación de un grado de complicidad que por momentos traspasa la pantalla, como ya sucedía con su predecesora.

La última bandera apunta más a una coyuntura concreta que sirve como eje para indagar en la mentira y el absurdo que promulgan las guerras, estableciendo unas consecuencias que cobran menos importancia de la que cabría esperar ante sus personajes. Así, la tesitura de Doc ante un cuerpo, el de su hijo, convertido en héroe a conveniencia, no se explora tanto desde un punto de vista juicioso —que también— como mediante la asunción de un drama en el que se profundiza sólo hasta ciertos puntos; Linklater huye en ese aspecto de las cicatrices de un pasado al que dedica ciertos apuntes pero no remueve, prefiere dejar como está, dotando de una cierta sutileza que le viene muy bien al conjunto en determinados tramos y eleva lo que se podría extraer de una historia como la expuesta —no sabemos si a efecto del material original, o del prisma del propio cineasta—.

Quizá la virtud del nuevo trabajo del autor de Boyhood, quede en cierto modo empañada por un discurso final que, aunque preparado, conocíamos de antemano, pero ello no enturbia un estimulante ejercicio que probablemente no se encuentre entre lo más destacado de la obra de Linklater, y supone una aproximación más que digna a un terreno por lo general ajeno a su cine más personal, que además manifiesta cierta devoción y respeto por el original —en la mimetización de ciertas secuencias, e incluso en aquel carácter que imprimía Ashby en torno a sus personajes— captando además el extraño reflejo entre dos etapas tan lejanas pero cercanas al mismo tiempo, que guardan consonancias y encuentran el estímulo suficiente como para que La última bandera no caiga en saco roto.

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