A pesar de contar con tres directores, La trinchera infinita goza de una solidez admirable. Sus intenciones son claras, la dirección de su discurso inequívoca. Y no sólo eso. La autoría del equipo creativo —responsable, hasta hoy, de cuatro títulos y formado por el tríptico Jon Garaño (siempre presente) Aitor Arregi (codirector en Handia) y José Mari Goenaga (codirector en Loreak y En 80 días)— es perfectamente palpable. Diríase que su capacidad evocadora y su sello narrativo nacen del mundo interior de una sola persona. De hecho, el carácter de la película es personal, minimalista, su mirada jamás se aparta del personaje principal. En realidad, este inusual número de personalidades en el equipo de dirección evoca un escenario autoral situado en las antípodas de tan homogéneo trabajo. Sea como fuere, la apuesta funciona. Y por muchas cosas.
Funciona por la dirección de actores, cuya interpretación no sobresale por contar con grandes lucimientos, sino por su capacidad de convertir los diálogos en conversaciones absolutamente creíbles. Un logro que se da sobre todo gracias al tipo de habla de los personajes: su jerga, su acento y el modo que tienen de construir frases. Cada mote que oímos parece formar parte de un espontáneo intercambio de palabras más que del conjunto de una redacción acurada. Como único punto flaco, está la inevitable distinción que uno hace entre el protagonista principal y el actor que lo encarna, Antonio de la Torre, cuyas interpretaciones anteriores dejan claro que su acento ha debido forzarse… hecho que pone en evidencia la prioridad de los directores de contar con estrellas del sistema. A pesar de todo, el resultado de la elección no es en absoluto decepcionante.
Funciona por la sobrada profesionalidad con que los directores asumen la tarea de dibujar un relato que transcurre, casi todo, en un único escenario. Es algo que consiguen no sólo gracias al tono claustrofóbico que la planificación y la puesta en escena (a caballo entre lo realista y el manierismo) construyen. También es gracias (por extraño que parezca) a esa brillante introducción que adquiere la función de propulsor desechable, catapultando la película hacia un altísimo nivel con un prólogo que casi podría catalogarse de “trepidante” por su credibilidad. También por la agilidad con que los directores introducen las subtramas, que actúan como reflector de la personalidad de Hijinio (gracias a ellas descubrimos, por ejemplo, su carácter homófobo y cierta tendencia a la cobardía). Por último, el acertado uso de las elipsis, que mantienen al espectador situado gracias a la ayuda de eficientes (por más que básicos) intertítulos.
Funciona, finalmente, por el fantástico retrato histórico-psicológico que representa toda la película: atención a la interesante sinergia entre la actitud de los personajes y los hechos que van aconteciendo. El tipo de conflictos convivenciales que sufre la pareja (afortunadamente, representados con suficiente contención como para rozar el carácter “culebronesco” sin caer en él), está fuertemente ligado a los acontecimientos históricos: desde el fin de la guerra civil española hasta el desembarco de los “aliados” a Normandía, la entrada de España en la ONU o la visita de Eisenhower. Solo una pequeña mancha aparta esta interesante radiografía de la perfección: un innecesario duelo entre protagonista y (presunto) antagonista con el que los guionistas pretenden cerrar la tesis del trabajo. En realidad, un detalle innecesario, tanto que ni siquiera logra eclipsar el maravilloso resultado de un trabajo por lo demás impecable.