Claude Autant-Lara formó parte de ese grupo de cineastas franceses vilipendiados y por tanto condenados a un injusto olvido por esa nueva generación de autores franceses surgidos de la Nouvelle Vague. El maestro fue coetáneo de gente del prestigio de Jacques Becker, Yves Allegret o Marcel Carné. Como el primero de los citados, inició sus pasos en el ambiente cinematográfico bajo el paraguas del maestro Jean Renoir. Sus películas se identificaban por su elegante disfraz visual muy en la línea del primitivo impresionismo francés y por un académico montaje maquillado con una puesta en escena diseñada para el lucimiento de los actores. Pero hay un punto que llama poderosamente la atención en el primer cine de Lara. Y es que esas epopeyas construidas con un gusto muy clásico —no es de extrañar pues el odio que despertaba en los cineastas de la Nouvelle Vague— se tiznaban con unas historias bastante atrevidas para la época que incluían subtramas tan osadas como el incesto, el adulterio así como relaciones amorosas disfuncionales. Pero quizás el punto más controvertido en la biografía de Lara, y creo que motivo del desprestigio que contamina actualmente su cine, fue su militancia en el Frente Nacional francés. Claude Autant-Lara fue diputado del partido fascista en el parlamento europeo lanzando perlas por su boca que demostraban su odio hacia la colonización cultural estadounidense así como unas polémicas afirmaciones antisemitas que cuestionaban la existencia de las cámaras de gas nazis, punto que implicó que fuera condenado por incitar al odio racial en nuestro país vecino.
Si obviamos esta inquietante y oscura etapa política, el cine de Claude Autant-Lara forma parte por méritos propios de la edad dorada de la cinematografía gala. Sus retratos —bastante pesimistas— versados acerca de la decadente burguesía europea de principios del siglo XX, de lo efímero que resulta la felicidad y el amor, de la impostura de un mundo que se levanta como un gran teatro donde los espectadores, se alzan como meros testigos sin participar en el desarrollo de la acción dramática representada, y son sin duda piezas de porcelana que deben ser reivindicados en virtud de sus incuestionables bondades.
En este sentido, La travesía de París asoma como la más aclamada y popular de las obras de este exquisito y experto moldeador de temperamentos. Popularidad que se debe quizás al hecho de estar protagonizada por un Jean Gabin que en ésta construye uno de sus papeles más antipáticos y demoledores. O quizás porque el argumento de la cinta se destape como un cuento moral tragicómico y realista, que hace gala de unas ramificaciones éticas atemporales y por tanto de rabiosa actualidad tanto en el momento pasado, como en el presente y no me cabe duda que también en el futuro. Y es que de lo que resulta complicado hallar un hueco donde verter críticas y recelos contra su autor en una cinta tan rocosa como entretenida, tan moderna como clásica y tan trascendente como frívola. Sí, esta es una de esas películas que se amolda a la perfección a las diferentes preferencias que puedan presentarse en la incontable diversidad de espectadores que existen. Porque La travesía de París no solo revierte en un vodevil divertido y satírico para satisfacer las expectativas de ese público que simplemente aspira a pasar un rato entretenido contemplando una obra cinematográfica, sino que igualmente esconde en su seno un profundo juicio, representado en principio de un modo tan fresco como superficial, acerca de las vacilaciones, los miedos y las miserias que distinguen al ser humano exhibidas con un compás tan cercano y distraído que agudizará el desgarro que desprende la moraleja con la que culmina el film.
La película centra su atención durante la época de la ocupación nazi de París en el transcurso de la II Guerra Mundial. A pesar de su a priori talante bélico, la guerra no asomará en ningún momento en la trama. Únicamente aparecerá en los compases finales, pero más como un recurso del que hará uso Claude Autant-Lara para hacer brotar gotas de suspense y fatalismo. Así, en el ambiente taciturno y pleno de carestías que exhibe la ocupación de París, aparecerá un pequeño y temeroso estraperlista llamado Marcel Martin (interpretado magistralmente por un Bourvil que se alzó con el premio al mejor actor en el Festival de Venecia por este papel). Martin es un hombre corriente que ante la falta de expectativas ha caído en las redes del mercado negro, ofreciendo sus brazos a un par de usureros carniceros, arriesgando su libertad trasladando jugosas piezas de carne desde el local regentado por un desatado matarife interpretado en una breve pero esencial aparición por un novato Louis de Funes hacia el establecimiento dirigido por un avaro y timorato carnicero orillado en la otra esquina de la ciudad.
Marcel representa a esa clase media atenazada por el miedo. Ese estrato de la sociedad que aunque no tenga dinero ni riquezas, conserva cierto status que teme perder. Una clase media que ansía prosperar, aún cuando conoce que el progreso resultará imposible en un entorno voraz controlado con mano de hierro por la dictadura nazi y por esa burguesía cómplice que aprovecha la situación presente para llenarse los bolsillos a dos manos amoldándose con total desvergüenza y complicidad a quien ostenta en cada momento el poder, explotando precisamente esos anhelos de prosperidad presentes en la clase media en su favor. ¿Les suena esto, verdad? Un Marcel que teme que su novia le ponga los cuernos con el primer mancebo que cruce su camino con ella. Un perdedor que por un designio del destino topará con un extraño individuo que arriba al bar que sirve de tapadera al negocio de estraperlo, solicitando una pastilla de jabón para limpiar sus manos manchadas de un enigmático material. Si bien en un principio los parroquianos creerán que este personaje llamado Grandgil (Jean Gabin) es en realidad un oficial de policía que trata de desenmascarar una trama de contrabando, la llegada de dos oficiales de policía que persiguen a un individuo que tiene las manos manchadas del carbón que ha robado del puerto, atraerá las simpatías de la novia de Marcel hacia el magnético Grandgil, al creer que detrás de su rostro se esconde un experto y osado estraperlista.
Corroído por los celos, Marcel ofrecerá a Grandgil compartir un trabajo que debe ser ejecutado esa misma noche: atravesar París con unas maletas que contienen la carne segada a un cerdo recién matado para entregar las mismas a un carnicero que comercia en el mercado negro. Grandgil no solo aceptará la propuesta, sino que gracias a su desfachatez y caradura conseguirá desembolsar una cantidad de dinero de los empresarios mercantilistas mucho más jugosa que la inicialmente propuesta al pusilánime Marcel.
A partir de este momento, la cinta adoptará la forma de una road movie nocturna y misteriosa, de modo que la cámara de Claude Autant-Lara, siempre elegante y sosegada, acompañará cada paso de la aventura de estos dos personajes antagonistas que representan ese miedo y gallardía que se escondía en la sociedad parisina enterrada en la ocupación nazi. Porque uno de los puntos más atractivos de la cinta sin duda esa amistad imposible que surgirá de forma espontánea, sin que sea perceptible a simple vista, de estas dos personalidades tan opuestas. Una amistad nacida sin duda de la colaboración ante el peligro inminente que acecha cada paso tomado por los dos protagonistas a través de las recónditas vías del París ocupado.
Claude Autant-Lara se encargó de inyectar las necesarias gotas de suspense dentro del envoltorio tragicómico que ostenta el film, proyectando unas maravillosas secuencias nocturnas rodadas con mano maestra. Así, inolvidable será esa escena en la que Gabin y Bourvil tendrán que ocultarse de una patrulla de policías en un bar regentado por una pareja de colaboracionistas. Con unas simples pinceladas, Lara perfiló a esa parte de la sociedad rendida ante el miedo que no toma partido, dejando pues que el horror campe a sus anchas sin obstáculos ni impedimentos. Pero, no solo esta secuencia maravillosamente rodada por Lara resalta por su enorme poder. Y es que durante la travesía, contemplaremos a putas decrépitas que escupen su rabia contra la ocupación y también contra los ocupados. Seremos testigos de guiños majestuosos al cine de Alfred Hitchcock, como esa estupenda escena plena de comicidad como de suspense en la que unos perros atraídos por el olor a carne que desprenden las maletas que transportan los protagonistas delatarán la presencia de ambos a la policía, confrontación que será salvada por un ocurrente golpe de genialidad del sagaz Grandgil. Y nos alteraremos y asustaremos ante las pequeñas situaciones que interrumpirán el camino normal de los acontecimientos de una pareja que despertará de forma innata las simpatías del público.
Porque sin el cine de Alfred Hitchcock, La travesía de París no hubiese resultado tan grandiosa. Se siente la influencia del maestro británico en la composición de las escenas, donde suspense y comedia campan a sus anchas en iguales proporciones. Una comedia que encierra una sátira bastante corrosiva en contra de esa clase pasiva francesa que permitió la ocupación sin oponer resistencia. Un suspense hilarante, que irá destapándose con cuenta gotas, para descubrirnos que detrás del perspicaz Grandgil se esconde en realidad un pintor de renombre —eran de pintura y no de carbón pues las manchas que unieron a los dos antagonistas— que optó por experimentar las sensaciones de peligro en principio ligadas al mercado negro, para finalmente descubrir que esa leyenda en realidad se cubre de ingredientes más patéticos y cutres que de misticismo y aventura.
Pero La travesía de París no sería la obra maestra sin parangón que es sin un giro argumental de antología. Y es que Grandgil y Marcel serán finalmente apresados por una patrulla nazi, justo a las puertas de su objetivo. Una captura que en principio adquiere la connotación de una falta leve ante la autoridad alemana, pero que se convertirá en pena de muerte en virtud del asesinato por parte de la resistencia de un alto oficial nazi que sellará el castigo capital para todos los prisioneros de origen francés capturados durante la noche. Pero las simpatías que Grandgil provoca por razón de sus cuadros en el capitán nazi que custodia la prisión donde han ido a parar los huesos de la pareja, insertará un terrible vuelco del destino, convirtiendo al honorable e incorruptible Grandgil que tanto odio sentía hacia los cobardes atenazados por el miedo, precisamente en un cobarde que aceptará su salvación aunque la misma implique la ejecución de su amigo y compañero de fechorías. El miedo ha triunfado también sobre la decencia e integridad representada por el personaje de Gabin. Todos somos víctimas de los efectos del terror cuando nuestra propia existencia es la que está en juego, ocultando ello pues nuestros vítores a esa solidaridad y compañerismo que resultarán del todo inexistentes en esos precisos momentos. Quizás un forzado final que parece alejado del tono moral presente a lo largo del desarrollo del film, empañe un tanto el resultado global del film, si bien esto no será óbice para minusvalorar un todo que resulta totalmente demoledor. Un final quizás impuesto por los productores, en contra de la postura del director, para hacer más simpático a un héroe nacional francés como Jean Gabin que de otra forma hubiera sido retratado como un felón sin sentimientos.
Sin embargo, pese a esta licencia, La travesía de París emerge como una de las mejores películas de la historia del cine francés, rodada con esa sencillez innata de la que hacía gala esa generación de cineastas para los que el séptimo arte era algo tan sencillo que en apenas ochenta minutos eran capaces de escupir en la frente del espectador fábulas portentosas trazadas con iguales dosis de entretenimiento que de denuncia. A destacar la tierna interpretación que nos regalan unos Jean Gabin y Bourvil en estado de gracia, sazonada con hilarantes pasajes de alta comedia clásica, pero también con esas miradas plenas de humanismo que poseían ambos intérpretes. Fatalista, triste, pero también lúcida y deliciosa, La travesía de París es una tragicomedia inolvidable que ofrece un perfecto retrato de esa sociedad francesa que trató de sobrevivir en el inhóspito ambiente de la ocupación nazi.
Todo modo de amor al cine.