La vocación de Mike Leigh como autor siempre ha tendido a ciertas sendas en las que emerger, de un modo u otro, como cronista social. Carácter que, por otro lado, se extiende a su nuevo trabajo, la más ambiciosa de todas sus producciones, esta La tragedia de Peterloo donde, si bien dirige la mirada al s. XIX y, con ello, a uno de esos momentos marcados, de alguna manera, en la historia de las islas, parece comprender la consecución del mismo como el contexto perfecto para seguir versando la evolución de un entorno que el cineasta británico sabe manejar como expositor de la distancia entre clases.
De la contienda donde los ingleses lograrían derrotar a Napoleón Bonaparte en la conocida Batalla de Waterloo, a una Manchester ahogada por un ambiente particularmente desfavorable, en especial debido a distintos periodos de hambruna y desocupación producidos por la situación económica del momento, Leigh nos introduce en el lapso entre el fin de las llamadas guerras napoleónicas y la tragedia que devendría del levantamiento popular provocado precisamente por las condiciones marcadas desde los estamentos de poder. En tal ámbito, el cineasta señala el panorama de prominente injusticia social presente tanto en los hogares —de las que nos hace partícipes con la llegada de un soldado a casa tras la mentada Batalla de Waterloo— como en juicios donde el pueblo era sentenciado severamente por delitos que ni siquiera comprendían una forma de amenazar el ‹statu quo› impuesto, y a lo sumo podían ser percibidos como crímenes menores. El modo de retratar tal clima, también se sostiene en las divergencias entre quienes buscaban alterar ese orden incluso recurriendo a la fuerza, y aquellos que no confiaban en la reacción oportuna de una autoridad que siempre es representada en pequeños círculos, buscando adoptar medidas para que esa turbación social no se extienda.
La batalla de Peterloo, más que como documento, se advierte pues como una pugna donde sociedad y poder se encuentran en la guerra suscitada por aquello que unos consideran derechos y los otros mantenimiento de una posición que no debe ser discutida; pero ese enfrentamiento no es comprendido por el realizador desde la hostilidad que pudiera suscitar, por más que en algún diálogo se perciba una mirada subversiva y agitadora, más bien queda establecido como una suerte de diálogo donde abundan los soliloquios realizados por distintos personajes, y emerge una contraposición de ideas, puede que estimulante, pero en todo momento guiada por la perspectiva de Leigh, que quizá establece algún que otro contraste, pero no crea citas que puedan dar lugar a una ambivalencia de lo más pertinente. Y es que, si bien es lógico atribuir un posicionamiento determinado y hasta coherente para con el tono suscitado por el film, nos topamos por momentos con un relato demasiado sesgado: cierto, cruento espejo de una realidad oprimente, pero sin la angulación necesaria, especialmente cuando el toma y daca impuesto por Leigh se revela casi en las 3/4 partes de metraje, y corre el riesgo de devenir en subrayado machacón. Ello no evita, sin embargo, que La batalla de Peterloo exponga un interesante juego narrativo que casi podría ser comprendido como una subversión del género al que representa, llegando a quedar expuestos esos soliloquios como si en una especie de corte judicial nos encontrásemos, donde cada manifiesto parece tener derecho a réplica de forma unilateral, creando de ese modo un mosaico que no hace sino expandir la particular discursiva del film.
No obstante, y si bien ese es el aspecto que goza de un mayor tratamiento en el trabajo del británico, de la misma manera encontramos facetas en las que la propuesta se antoja demasiado presa de su condición: no se explica de otro modo, por ejemplo, que haya personajes que aparezcan y desaparezcan caprichosamente de la trama —se entiende que su peso no es tan relevante, pero Leigh termina en ocasiones por no eludir su disposición, como en el caso del tan paradójico como obvio destino que espera a Joseph, el soldado que retorna de Waterloo al inicio del film—, o una conclusión tan desabrida como la que brinda el cineasta al llegar al acontecimiento que precisamente da título a su trabajo. Sí, comprendemos que al fin y al cabo todo ello no es más que el subtexto necesario para otorgar forma a una disertación significativa, pero que finalmente desliza un patente desequilibrio más allá de la férrea vocación de un ideal que pervive más allá de tragedias como la vivida en St. Peter’s Field hará ya cerca de dos siglos.
Larga vida a la nueva carne.