Nos encontramos a Joel Coen hablando de la ambición justo en ese momento en que afronta el cine en solitario, y puede que su intención no sea anunciar una temprana caída en desgracia como si de una oscura bruja se tratase, pero sí marca una ligera grieta en su forma de entender el celuloide y sus vastos avatares. No se hunde en ella, simplemente asoma y explora nuevos conceptos (o simplemente algo renovados) sobre cómo mostrar sus inquietudes.
Uno de los Coen se alía ahora con la febril escritura de William Shakespeare adaptando con ligeras variaciones una de sus más famosas tragedias. En ella, la ambición, la traición y la culpa sucumben en círculos a inagotables escenarios que parecen fundirse con la espesura ambiental de una ya inexistente Escocia: la de reyes, guerras y condenados. La tragedia de Macbeth no pierde en absoluto a Shakespeare en esta adaptación, donde las palabras son exactas al libreto y, aunque siempre son precisos en lo teatral, los silencios se espacian lo suficiente para ver florecer al director que, en esta ocasión, prescinde absolutamente del excesivo color que en los últimos años le acompañó.
Lo que no quiere desaparecer es la luz, un intenso juego de estas con las sombras delimitan las estancias de castillos desnudos y pétreos, de ambientes sombríos y cenagosos, de bruma propia de conspiraciones, iluminación fragmentada que viste la escena mientras las palabras de los personajes borbotean de sus bocas sin descanso para coronar lo que allí ocurre. Coen es detallista para inspirar sensaciones más allá del expresivo texto que nada oculta, y para ello se sirve de la intensa interpretación de cada uno de los actores seleccionados. Sorprendente es la ausencia de esa reconocible sonrisa de Denzel Washington, que emerge como barón bondadoso para transformarse en cruel deudor de las insinuaciones de los otros, así como Frances McDormand reformula a la inversa las sensaciones de su esposo (ficcional) con elegancia y sufrimiento. Si en su inicio cuesta hacerse con esa lírica verborrea que marca el ritmo del film, poco a poco la acción se eleva para que cada ruido remarcado con fuerza nos inspire en esta más que trágica espiral de odio y poder.
Y la espiral no solo revierte el rol de algunos de los personajes como la citada sobre los personajes principales. La cámara sabe moverse con elaboradas triquiñuelas para que las transiciones de escena siempre circunvalen con los hechos, en una necesidad por dar continuidad a la grandeza. No es solo por lo desvestido que se muestra el entorno de los personajes, las sólidas estructuras de los objetos físicos ofrecen un ligero sustento al escenario para recordarnos lo teatral de su base: ya sea un solitario trono o unos canónicos arcos y bóvedas que arrojan oscuras sombras sobre los pasos de los presentes representan con fiereza las intenciones del relato. Del mismo modo hoscos sonidos nos recuerdan que el cine está presente, y nos refieren sentimientos y dudas que inspiran más allá de los comprometidos soliloquios de los afectados. Gotas de agua, de sangre, puertas que resuenan, ramas que retumban sobre inmensos ventanales; un alarde intencional que no se estrangula en ese cuadrado formato elegido para la ocasión, donde las oscuras brujas parecen un reflejo de aquella muerte que representó Bergman en los años 50 y, aún así, carece de cualquier aspecto rancio o ya visto que se pueda aseverar en la actualidad sobre cualquier obra teatral que llegue a la gran pantalla. Es hija de un ahora que recurre al pasado para ser reinterpretado con una acuciada personalidad que no obstruye la presencia del indispensable Shakespeare.
La tragedia de Macbeth es contenida, vaporosa y demencial, todo en su justa medida, demostrando esa pasión del director por enfatizar personajes, bajo un nuevo prisma inspirado por todo aquello que ya conoce. Una grata sorpresa que desgranar con nuestros ojos.