Si por algo destaca un film como La tour, nueva incursión de Guillaume Nicloux en el género tras The End, es por invocar el fantástico como ente, más que amenazante, opresivo; y es que con su último largometraje el francés nos lleva a una exploración de los límites expuestos a través de una divisoria que precisamente coarta la acción humana y, en consecuencia, aboca ese edificio situado en un barrio suburbial al caos y descontrol ante una situación acuciante que define por sí sola las lindes de nuestra condición. Lejos, pues, de intentar encontrar soluciones desde las que poder combatir o comprender ese elemento, Nicloux compone un mosaico en el que frente a las dudas e inquietudes generadas por esa nueva situación, y la consecuente manifestación de un temor a lo desconocido, el ser humano se enfrenta a su propia incapacidad, deviniendo conceptos como la segregación un mecanismo con el que hacer frente a ese determinado contexto. El autor de La religiosa desarrolla, en ese sentido, un ejercicio donde el ingrediente fantástico no requiere justificación de ningún tipo, dando pie a una batalla contra el propio ser ante una más que evidente ausencia de respuestas.
Mediante códigos conocidos que nos retrotraen con facilidad al terreno del ‹survival› bajo directrices genéricas desde las que implementar tanto un, por momentos, recrudecido tono como eficaces atmósferas desde las que administrar y gestionar la tensión, La tour se adhiere a una línea narrativa donde lo interesante no reside en lo coral de los distintos relatos, sino más bien en los pequeños matices que van aportando al conjunto. Con esa premisa, Nicloux enhebra una exposición frontal que se mueve tenazmente entre elipsis y, en su constante ebullición, encuentra ideas mucho más sugestivas que las que podría aportar un desarrollo dramático que rehúye en todo momento. Los personajes se encuentran así en un vaivén donde, en ocasiones, desaparecen sin dejar rastro, pero en todo momento aportan pespuntes que dotan de una mayor riqueza al relato, otorgando connotaciones que además de enriquecerlo, contribuyen con bifurcaciones desde las que las que ir conociendo ese acotado pero vasto universo que define el cineasta. Lejos de lo que pudiera parecer por un carácter que se podría definir como circunstancial debido a esa omisión de una evolución dramática que dote de corporeidad al film, La tour es capaz de condensar en la variedad (y temporalidad) de sus espacios una cohesión y solidez propulsadas por su dispositivo narrativo, que prioriza ante todo la exposición de unos avatares desde los que definir nuestra propia esencia.
Es, además, desde esos distintos espacios que Nicloux maneja, donde la cinta adquiere una evolución a través de la transformación de los mismos: La tour posee la maleabilidad para trasladarnos del terreno ‹survival› que bien podría remitir a contextos pasados —matizados desde el detalle, como en la decisión de los distintos personajes de realizar intercambios ante la imposibilidad de adquirir nuevas materias, o en el uso de antorchas— a una suerte de escenario post-apocalíptico que, paradójicamente, termina abocado a un primitivismo que se dispone como reflejo natural de nuestras propias limitaciones. De este modo, el fantástico se persona, una vez más, como coartada desde la que apelar a esos miedos forjados por la incomprensión, armando una crónica donde lo relevante lo ocupa precisamente la deshumanización, incurriendo así en una vuelta de tuerca, alejándose de esa mirada que, en ambientes severos, expone desde ciertas perspectivas la cooperación como germen de la resistencia: ante ese mismo marco, La tour desgrana con una crudeza en ocasiones estremecedora las aristas de un relato que se consuma desde lo extremo y agoniza en la exposición de una nada que se expande frente a los personajes y se termina comprendiendo como un todo, donde el único final posible se condensa en un escueto diálogo y el certero fundido a negro posterior.
Larga vida a la nueva carne.