La sed de conocimiento que nos es ineludible como humanos nos lleva a buscar las causas de nuestro origen a toda costa. Nos es tremendamente incómodo aceptar las cosas tal cual son, sin definir un por qué de todo lo que hay. De pequeños miramos las estrellas y nos preguntamos qué hay detrás; en la edad adulta nos interesamos por disciplinas como la Filosofía, la Biología, o la Física para poder definir aquellas cuestiones en bruto que nos surgieron años atrás al cerrar los ojos antes de dormir. Pero todo deriva en crisis nerviosas, obsesiones insatisfechas, sistemas imposibles.
El realizador Michael Dudok de Wit parece tener claro esto al decirnos con su última obra: no sabemos lo que es la vida, pero es así. La tortuga roja refleja lo que somos, con la belleza y la tristeza que ello conlleva. Diseñada con una animación sin ansias de grandeza, esta película plantea algo que todos sabemos pero no nos atrevemos a aceptar del todo. Michael Dudok de Wit plasma con el pulso de un genio el ciclo vital del ser humano: el nacimiento, el entretanto y la muerte. La secuencia inicial nos sitúa ante un náufrago que va del mar a la tierra. Nadie sabe de dónde viene (y al director parece no importarle), pero llega a suelo firme. Solitario, este hombre joven comenzará a desenvolverse ante los estímulos que su nuevo hogar le ofrece a los sentidos. Buscará alimento por necesidad, sufrirá sus primeros sentimientos de angustia, soñará con ampliar horizontes, gritará por la impotencia de su pequeñez ante un vasto espacio que contempla. Pero también gritará por soledad, y aquí es donde el animador de los Países Bajos muestra la necesidad del otro. En sus intentos por escapar de la isla, el náufrago encontrará la oposición de una tortuga roja que destroza su balsa a cada intento. Un símbolo, entre todos los que componen la película, que acompaña la visión existencialista que se desprende de la obra: no busques fuera, vive y decide sobre lo que tienes al alcance antes de que te trague el mar del que saliste. La aceptación del lugar, simbolizada mediante el rechazo de la balsa por parte del hombre; del caparazón por la tortuga, desembocará en el surgimiento de la familia. Gestos naturales como el consuelo al otro, la intimidad, la generosidad, el juego, la enseñanza, la necesidad del baile, la unión de los integrantes del clan en los malos momentos o la disolución inevitable de parte del grupo para formar otros núcleos fuera son señalados por el director de manera evidente y sin florituras.
La tortuga roja es una fábula bella y sencilla sobre una especie que, aunque no lo crea, necesita de la naturaleza para su existencia. El ser humano como náufrago que nace del agua y no sabe a dónde va, tan solo que nace y que muere, dejando que otros vivan. El reflejo de la incertidumbre y de la desconsoladora impresión que siente el hombre ante el desmedido universo que se nos escapa es representado mediante una imagen que puede recordarnos al Monje junto al mar de Friedrich y demás obras pictóricas de las que se desprende la noción de lo sublime. Michael Dudok de Wit construye, gracias a estudios Ghibli, Why Not Productions y Wild Bunch, una obra pura y sobria que, si fuese mostrada en varias etapas de nuestra vida, desde la escuela hasta la enfermedad, bien podría evitarnos muchas angustias y ansiedades al enseñarnos que el camino y la muerte no son un problema. Sin diálogos, La tortuga roja nos dice que la palabra no es necesaria para revelar y para conmover; que en el gesto y en la acción está la esencia de lo que somos, y que solo hace falta prestarle la atención suficiente para sacarle todo su fruto.