La línea de salida de La torre sin sombra (The Shadowless Tower en su título internacional) es una reunión familiar en un cementerio, en una escena primigenia que podría recordar a una similar de aquella estupenda e hipnótica Mimang (su hermana pequeña, del coreano Kim Tae-yang, film premiado en el último D’A). El camposanto es un elemento muy a menudo instrumentalizado para expresar el duelo, para representar la pérdida o bien para aunar en un mismo espacio el recuerdo de los muertos y el dolor de los vivos. Quizá, en muchas ocasiones, este recurso se acarrea de forma forzada y torpe, pero no es el caso de esta epopeya melodramática, pues el cineasta chino de origen coreano Zhang Lu lo utiliza, por una parte, para arrancar una balada agridulce de encuentros y desencuentros donde acompañamos sobre todo a Gu Wentong (Xin Baiqing), crítico gastronómico divorciado con una hija llamada Xiao Xiao, que deja a cargo de su hermana mientras él recorre el país en busca de Dios sabe qué. Gu busca amor, abrazos, cariño, compañía o, sencillamente, a su padre (que interpreta el icónico y célebre Tian Zhuangzhuang), con quien hace muchos años que ha perdido el contacto. O simplemente, busca encontrar algo que ha perdido. Por otro lado, el inicio con la visita al nicho donde reposa el cuerpo de la abuela del clan nos indica por dónde irán los tiros, puesto que La torre sin sombra nos habla de los fantasmas, tantos de los vivos como de los muertos.
Ante todo, La torre sin sombra es una película de distancias donde la soledad se manifiesta no solo a través de las incursiones solitarias del protagonista, sino también a través de una apuesta formal poética, minimalista y a la vez sofisticada y repensada. Panorámicas urbanas o primeros planos, tanto interiores como exteriores, de muebles, habitaciones, subterfugios, ruinas o paisajes que transmiten una señal inequívoca que el cine es un consuelo que acompaña a sus personajes y no los abandona a su suerte, como si ha hecho antes el destino. Zhang Lu viste sus criaturas errantes con sus mejores galas para embarcarlos (casi a punta de pistola, pues parece que estos simplemente se recostarían en un lecho cochambroso y dejarían que el tiempo pasase) en una aventura letárgica pero absolutamente necesaria. Hablar de consuelo en esta película es muy importante: La torre sin sombra hace que el espectador se embarre hasta las últimas consecuencias con cada una de las personas que ocupan la historia. De esta manera, nos emborrachamos con ellos, casi literalmente: «llorar es un derecho», dice un colega de Wentong en una escena que transmite una cena ebria entre amigos. Reivindicar la melancolía, abanderarse de la tristeza y aceptar esa amargura como carácter innegociable de la vida. Esta película se podría perfectamente celebrar como un manifiesto en favor de la nostalgia y el peso de la pena, que todos portamos sin remedio.
Sin embargo, no todo en La torre sin sombra es desconsuelo y amargura (menos aún en dosis gratuitas). En este cuento aletargado, Gu Wentong conoce a Huang Yao, una misteriosa fotógrafa que aparece y desaparece a lo largo del film y con quien mantiene una relación extraña y genuina, para nada simple, al más puro estilo Wong Kar-wai. Ambos se dan calor pero también se prueban, poniéndose en entredicho y, por eso mismo, validando sus propias convicciones pero también exponiendo al otro sus debilidades. La torre sin sombra es un cruce de vidas el ritmo del cual puede recordar a la textura de Edward Yang, desenvolviendo paulatinamente las presencias con las que el protagonista se va topando (aparte de los antes mencionados, también se establece un lazo afectuoso con el cuñado, o con su ex-pareja y madre de la hija de ambos). Las esencias, las tramas y los personajes se van descubriendo y revelando como fragmentos que salen a la luz después de lustros guardados a cal y canto. Los recuerdos, dispuestos como cápsulas, emanan de un guion prodigioso. No menos hermosa es una fotografía climática que brilla por sus movimientos prolijos, lentos y enigmáticos, que registran el caminar pesado de estos entes sin rumbo, sin hogar, casi espectrales. Una pantalla infestada de claroscuros (Zhang Lu no juzga, por eso no hay rastro de maniqueísmo ni planos totalitarios, la sombra y la luz siempre se funden en un solo corpúsculo); ‹travellings› obsesivos y reflejos perfectos, que firma Piao Songri (Al otro lado) y que nos presenta figuras a veces enfocadas, otras totalmente fuera de foco, para así enfatizar estos seres espectrales que deambulan por los planos por una Pekín abierta al mundo y, a la vez, por otra parte, claustrofóbica, contradictoria y agobiante. La Pekín que se filma en esta aventura es una ciudad crepuscular llena de secretos, tanto literales y físicos como mentales y alegóricos. Una ciudad de espíritus y paisajes nublados, perteneciente a un país colosal, una suerte de estado casi imposible, probablemente imaginario, que aún extraña a la icónica actriz Shangguan Yunzhu. El título da nombre elogiando al Templo Miaoying, también conocido como Pagoda Blanca, de la cual Gu Wentong asegura que no tiene sombra. Hay secuencias que rozan lo onírico, como sucede en un baile final que mezcla el musical ‹kitsch› de Kaurismäki con el surrealismo de Twin Peaks. La torre sin sombra postra en el centro la nostalgia (esa nostalgia primordial para entender el cine asiático), así como la necesidad de superar el pasado sin que eso signifique olvidarlo. En esa línea, lo mitológico y legendario gana terreno en esta preciosista fábula de pausa, perdón, reconciliación y expiación. Una tierna historia que nos recuerda que la ausencia es algo que el cine puede llegar a llenar o, como mínimo, a identificar para saber de qué o cómo hay que llenar ese doloroso vacío.
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