Que en el cine de Nikolaj Arcel siempre ha habido cierto vínculo —o raigambre, si se quiere— con el político es algo que parece evidente si se sigue una carrera en la que han destacado obras como El juego del rey o Un asunto real —no parece coincidencia, de hecho, la derivación de una misma palabra en los títulos de ambos films—. No obstante, el cineasta, que siempre alude a la mixtura genérica como herramienta —si en El juego del rey emergían vericuetos del thriller de conjuras, en Un asunto real se disponía el drama romántico para profundizar en los enlaces de las altas esferas—, ha comprendido que la senda de ese comportamiento en torno a lo político no tiene por qué desembocar en una realidad tangible y, por tanto, urgente, logrando dar forma a un cine que encuentra entre cortes y palacios un reflejo de algún modo acerado, por más que la mirada de Arcel se desvíe habitualmente entre recursos más cinematográficos que, no por ello, restan alicientes a un discurso que siempre sobrevuela sus relatos, ya sea en el retrato de determinados personajes, o mediante el transcurso de unos acontecimientos que en un momento u otro terminan desvelando una injusticia o problemática relacionada con los abusos de poder que en aquel s. XVIII al que vuelve con esta La tierra prometida (The Bastard) se antojaban mecanismos comunes para que el señor de turno no se encontrase en desventaja ante un simple mortal —o, dicho de otro modo, ante los más favorecidos que llevaban toda la vida labrándose un nombre (más bien rango) en pos de contravenir su propio estatus—.
En esta ocasión, la figura de ese señor recae en un Frederik (De) Schinkel —con ese De como atributo añadido a posteriori por él mismo desde el que reforzar su posición como noble, para más inri— cuyos rasgos se acercan bastante al Christian VII que interpretó Mikkel Boe Følsgaard en la citada Un asunto real: megalómano, déspota y cruel, el personaje al que da vida Simon Bennebjerg no añade grandes matices al villano del anterior trabajo danés de Arcel. En ese aspecto, se podría decir que el film que nos ocupa parece contribuir a otorgar unos rasgos muy determinados por parte del cineasta nórdico a esa clase privilegiada que hacía y deshacía a su antojo en siglos pretéritos, creando individuos moldeados con un propósito único que, sin embargo, siempre acusan una cierta ingenuidad desde la que comprender que si su lugar es ese, no es precisamente por méritos propios, como vendría siendo obvio. Frente a Schinkel (permítanme, como hace el resto de personajes, eliminar ese De), hallamos sin embargo un personaje repleto de capas y pequeños detalles desde los que comprender (o no) sus contradicciones, y es que el Ludvig Kahlen al que da vida (un gran, cómo no) Mads Mikkelsen, más allá de antojarse la antítesis, de algún modo, de ese “villano”, se nos muestra como un tipo orgulloso y obstinado, que si ha llegado a esos yermos páramos daneses, no es para darse la vuelta a las primeras de cambio: todo ello es expuesto por Arcel en una de esas propuestas que se cuecen a fuego lento, pero encuentran estímulos constantemente, logrando que esa mixtura de géneros tan habitual en el cine del autor de The Truth About Man funcione como un reloj.
Y es que, a buen seguro, se le podrán realizar reproches a La tierra prometida (The Bastard) por esa falta de finura que posee en ocasiones, o por abocarse a un tono más despiadado y cruel volviéndose, a diferencia de su antecesora, más “cinematográfica” y, por tanto, menos tangible, pero lo cierto es que Nikolaj Arcel traza una narración tan sólida como poderosa alrededor de este relato, logrando que cada pasaje conforme una poderosa crónica que ni siquiera los amoríos furtivos o la propensión a cerrar cada hilo de la historia adecuadamente atenúan de ninguna de las maneras. Porque, cierto es, puede que La tierra prometida busque en última instancia, en ese acto final, hilar tan fino que esa magnitud que alcanza alguno de sus actos —en especial, la captura de Kahlen y todo lo que acontece tras ella— no posea la misma fuerza, pero ello no es óbice para constatar que nos encontramos ante una de esas obras tan intensamente descritas y acompañadas por un impecable trabajo técnico que a buen seguro conseguirán que el espectador más irredento al cine histórico disfrute durante poco más de dos horas de un título cuya ejemplaridad por suerte va más allá del guión escrito por Nikolaj Arcel y Anders Thomas Jensen, encontrando motivaciones mucho más sugerentes que un texto ya de por sí estimulante.
Larga vida a la nueva carne.