La telegrafista de Lonedale (D. W. Griffith)

El cine de D. W. Griffith sigue siendo un gran desconocido, más allá de cuatro o cinco películas muy populares, incluso entre los más cinéfilos. Poseedor de una filmografía inabarcable por su número de producciones, hay que resaltar que muchos de sus primeros cortos se alzan como joyas que merecerían un mayor culto generalizado.

Entre estas gemas se halla La telegrafista de Lonedale, un primerizo western perteneciente a esos cortometrajes vinculados a los orígenes del cine en el que ya se atisba un innovador montaje y una puesta en escena preciosista gracias a la presencia en la dirección de fotografía del colaborador habitual de director de Intolerancia: G. W. Bitzer.

Uno de los puntos que más llaman la atención de este poderoso film es la mezcla de géneros que pudo introducir el maestro en la coctelera pese a los escasos quince minutos de duración del metraje. Y es que además del western, género del que el autor de El nacimiento de una nación fue un referente, están presentes el melodrama romántico, el thriller e incluso la comedia absurda.

Este batiburrillo de géneros podría haber caído en el más absoluto caos de no ser por el dominio narrativo que ostentaba Griffith, un poderosísimo ‹storyteller› detentador de una maestría fuera de toda duda en la construcción de unos relatos encantadores y plenos de interés, fueran los que fueran los mimbres desde los que partieran las partituras del guion.

La telegrafista de Lonedale arranca mostrando, con el empalme de dos secuencias separadas en el espacio, pero vinculadas en lo más íntimo de su espíritu, a una pareja de enamorados: un ingeniero de máquinas y la hija del jefe de telégrafos del lugar. Tras dar un paseo por un bucólico paraje y despedirse de su novio, la telegrafista se verá obligada a reemplazar a su padre en su labor ya que éste se encuentra enfermo.

Acto seguido la cámara se situará en la oficina de recaudación de fondos de la mina de Lonedale, enviando los financieros un par de sacas de billetes al ferrocarril dando aviso a la telegrafista de este hecho para que acceda a su recepción cuando llegue el tren a la estación de telégrafos.

Pero debajo del tren se esconden dos malhechores que ansían hacerse con la recaudación de la mina. Así, una vez que la telegrafista recibe los sacos de los empleados del ferrocarril, los dos delincuentes tratarán de asaltar la oficina de telégrafos, pero la chica, más avispada que estos dos torpes asaltantes, les descubrirá antes de que éstos accedan a la oficina, encerrándose con llave en la habitación del telégrafo y dando aviso a la estación más cercana del acoso que está sufriendo por parte de los ladrones.

Así, sucederá una carrera contrarreloj entre el ferrocarril que acude en ayuda de la telegrafista y ésta en su intento de mantener a raya a los usurpadores que buscan el cuarto donde se esconde nuestra heroína.

Finalmente, los cacos derribarán la puerta, pero la empleada del telégrafo los engañará haciendo pasar una llave inglesa por un revólver. Esto permitirá retrasar la acción de los ladrones el tiempo suficiente para que el novio y un grupo de amigos acudan al rescate de la protagonista.

D. W. Griffith y su socio Billy Bitzer edificaron una propuesta muy simpática y entretenida, que se muestra fresca y divertida a pesar de los más de 110 años que han pasado desde su estreno. Un producto que, además, se observa como muy innovador e inspirado gracias a la profundidad de campo otorgada por el fotógrafo Bitzer y a un montaje novedoso y revolucionario, donde los actores salen y entran del campo escénico con total naturalidad abriendo de este modo la escena en un sentido mucho más amplio que la mera cápsula teatral.

Asimismo, renovador se muestra el montaje que en la segunda mitad de la cinta conectará tres espacios diferentes en el tiempo: el primero, la habitación en la que se resguarda la telegrafista; el segundo, la estancia de acceso a la habitación donde los ladrones tratan de colarse para asediar a su rehén; y el tercero, el tren que recorre a toda máquina las vías con el objetivo de llegar al auxilio desesperado de la dama que está en peligro.

Como en casi todas las películas del maestro, se nota su gusto por empapar la acción con la presencia de un temperamento femenino fuerte, inteligente e independiente, mucho más erudita que las almas masculinas concurrentes en la acción. Unos hombres displicentes, despistados y hasta torpes (sobre todo los dos ladrones que más bien parecen haber salido de un ‹slapstick› de Harold Lloyd que de un thriller de Robert Siodmak) que chocan con el carácter templado, agudo y espabilado de una telegrafista que acaba conquistando la función, no solo por su belleza sino sobre todo por su ingenio.

Todo lo reseñado alza La telegrafista de Lonedale como uno de los mejores cortometrajes de los primeros años de carrera de D. W. Griffith y, especialmente, un perfecto ejemplo de que los cortometrajes pertenecientes a los orígenes del cine pueden ser tan divertidos, amenos, espectaculares y encantadores como cualquier película contemporánea o como cualquier clásico reivindicado por muchos cinéfilos, siendo este espléndido trabajo del maestro una perfecta correa de transmisión que sirve para perder el miedo a enfrentarse a ese cine mudo primitivo que no resulta tan encorsetado, estático y aburrido como muchas lenguas viperinas tratan de hacer creer al personal.

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