Basada en una exitosa novela escrita por Paolo Giordano, La soledad de los números primos tuvo en ese formato un éxito que la llevo a ser traducida hasta en 23 idiomas. Quizá es ese el principal motivo por el cual una adaptación (que desconozco si es más o menos fiel al literario) como la realizada por Saverio Costanzo, cineasta que no se ha prodigado demasiado desde su ópera prima en 2004 y que únicamente con su debut en ficción, Domicilio privado, logró loas por los distintos festivales por los que pasó, ha llegado a nuestras pantallas. Y es que si hablo precisamente de la extrañeza que me produce que su La soledad de los números primos se haya estrenado en España, es el hecho de ser un film tan esquivo e inaccesible en determinadas facetas, circunstancia esta que lo único que puede lograr es alejar al espectador de un material tan único, ante el que incluso podríamos hablar de ‹rara avis› del cine europeo.
No obstante, el principal problema del tercer largometraje de Costanzo no es el de ser inaccesible, sino más bien de partir con unas virtudes a nivel tanto escénico como visual tan pronunciadas, y no saber aprovecharlas debidamente, pues el cineasta italiano lejos de intentar construir puntos de mini-clímax que podrían haber explotado las posibilidades de un material tan intenso en determinados momentos, se dirige a los extremos más evidenciables cuando realiza un uso y abuso tanto de la banda sonora como del apartado visual no se sabe bien con qué función exactamente.
Entendemos que los ingredientes que maneja Costanzo le llevan a un universo de sensaciones más bien extremas, en el que no parecen existir las medias tintas y tanto las vivencias de los personajes que nos son mostradas como su carácter en particular no parece compartir puntos intermedios. Hecho éste que el transalpino explota buscando coartar al espectador a nivel sensitivo, y por ende fracasando sin que el estrépito resulte excesivo.
En ese sentido, quizá el relato requería cierta sutileza en la descripción de las heridas internas que llevan a esos personajes a actuar de un modo u otro, y que los empujan hacía una historia de redención para consigo mismos que queda bien detallada mediante los distintos ‹flashbacks› con los que Costanzo nutre el relato con tal de hacer partícipe al espectador de todos aquellos puntos de inflexión que llevan a sus protagonistas a esa soledad a la cual hace mención el título de la cinta.
Es en ese premeditado desorden narrativo donde el italiano encuentra el mayor valor de su obra induciendo al espectador a desgranar un fondo que tampoco se antoja difícil de discernir, pero que encuentra en esa estructura tan desigual como el resultado global del film un buen aliado para no enfrentar una mayor descompensación en lo formal de lo que ya propone Costanzo con una realización demasiado enfática, que se empeña en remarcar en exceso los momentos de mayor trascendencia de la cinta siendo estos en su primera parte una mayoría demasiado amplia como para no terminar hastiado debido al ejercicio propuesto por el italiano.
Quizá es ese motivo el que puede llevar al espectador a enfrentar un último tramo denso y de trazos en cierto modo oníricos con una mayor percepción que el cineasta se había propuesto bombardear durante esa introducción tan torpe en determinados aspectos como poco inspirada. Así, y pese a cerrar el ejercicio sin enterrar un tono que la cinta había mantenido durante todo el metraje, quizá en esos últimos minutos radica el alma de una propuesta que encuentra en esos compases una esencia tremendamente necesaria a través de la cual es más fácil llegar a una génesis que no debió tener tan desabrido nacimiento.
Larga vida a la nueva carne.