La sangre (1989), así como sucede con otros directores, representa la primera incursión en el mundo de la imagen y a su vez, sin previa experiencia, el nacimiento de una obra maestra. Es recordado, por ejemplo, el caso de Jean-Luc Godard con À bout de souffle (1960) o por otro lado, dentro de nuestras fronteras, Víctor Erice y El espíritu de la colmena (1973). Hay una sucesión de directores los cuales, por inercia y sin necesidad de práctica, inician sus carreras desde el Olimpo.
La historia, aunque no es lo más fundamental de la película, es la de dos hermanos que con el tiempo y por necesidades se han visto obligados a desenvolverse sin la presencia de su padre. Este, en sus idas y venidas, siempre ausente, parece perderse definitivamente para no volver al hogar. Nino y Vicente, los hermanos, conscientes y a su vez impertérritos ante el suceso, prosiguen su camino como si nada, o al menos aparentemente como si nada. Sin embargo, con el paso de los días y por la unión del padre con un grupo violento, se verán envueltos por dificultades que determinarán el curso de la historia.
La sangre es una película primaria, hosca y profundamente contrastada, tanto en su carácter conceptual como propiamente formal. Desde el principio manifiesta la personalidad subversiva de Pedro Costa. Sin embargo, no podemos clasificar al autor dentro de los movimientos vanguardistas del periodo porque, tal como nos señala el célebre crítico Santos Zunzunegui en La mirada cercana (1980) hay una secuencia de directores que debemos nombrar como lobos esteparios, en referencia a la obra de Hermann Hesse (El lobo estepario, 1927). Estos, los lobos esteparios, desde Robert Bresson hasta el propio Pedro Costa, pasando por Pier Paolo Pasolini, son los directores de la retaguardia y que, a diferencia de los vanguardistas, recuperan el primitivismo como una forma de esencia sobre la que volver y de algún modo tomar la modernidad.
Las imágenes, por su vigor, nervio y brío, recuperan la intensidad del periodo mudo. Las composiciones, así como la propia iluminación, nos recuerda a cineastas de la talla de Victor Sjöström o Erich von Stroheim, entre tantos otros. El director, desde su primera película, se muestra consciente a cada momento en el uso del lenguaje connatural de la imagen, sobre todo con la aplicación de los ritmos de montaje como componente esencial en la narración. El ritmo es uno de los puntos referenciales en la filmografía del director portugués, algo que con el tiempo irá prolongando hasta hacernos recordar signos como los de Béla Tarr o Chantal Akerman.
En cualquier caso, para los amantes de, por ejemplo, En el cuarto de Vanda (2000) o Vitalina Varela (2019), la lectura de su primera película supone un acercamiento iniciático a los planteamientos que determinarán su carrera, así como, de un modo más determinante, a las cuestiones que orbitan alrededor de la formalidad y la sensibilidad de la imagen.