El nombre de Ryûsuke Hamaguchi resuena cada vez con más fuerza a medida que pasan los años y sus películas presentadas en los grandes festival de cine. En la pasada edicióndel Festival de Cannes, su nueva obra maestra, Drive My Car, más allá de ser galardonada con el premio de Mejor Guion, supuso la confirmación de Hamaguchi como uno de los cineastas más importantes de nuestra contemporaneidad. Su penúltima película, La ruleta de la fortuna y la fantasía, llega este viernes a nuestras salas tras haber sido una de las grandes sensaciones de la última Berlinale y, posiblemente, ser la mejor película proyectada en la 69ª edición del Festival de San Sebastián.
La ruleta de la fortuna y la fantasía está dividida en tres historias que, pese a ser completamente independientes entre ellas, mantienen puntos en común, otorgando un sentido totalizador a la obra, una forma homogénea moldeada con escrupulosidad. La idea de cómo, de la aleatoriedad que marca nuestras vidas, surge un algo impalpable que, gracias a la extraordinaria naturalidad con la que Hamaguchi dispone y retrata a sus personajes en espacios completamente ordinarios, se torna perceptible a ojos del espectador. La sencilla conceptualización del azar como un elemento clave de nuestra cotidianidad crea una sensación embriagadoramente mágica, la misma que sienten los personajes que protagonizan las tres historias cuando se encuentran inesperadamente los unos con los otros.
La primera de ellas, sin ir más lejos, se titula Magia (o algo parecido), e igualmente mágico resulta el corte de montaje seguido de un zoom descaradísimo (puro Hong Sang-soo) que vemos hacia el final de este capítulo. Hamaguchi reconfigura toda una escena a partir de un truco mágico-fílmico, desvelando la magia del propio medio cinematográfico y mostrando, al mismo tiempo, su lado más cómico y juguetón, muy presente a lo largo de la película a través de un tono que puede llegar a ser excesivamente complaciente. Un factor que, quizá, junto con la inclinación del cineasta japonés a dilatar al máximo los respectivos capítulos que componen la película, sea percibido como un defecto que no convierta La ruleta de la fortuna y la fantasía en una obra capital como sí lo son Drive My Car (2021) o la magistral Happy Hour (2015), pero que, en cualquier caso, justamente de ellos brotan algunas de las virtudes más esenciales de la cinta.
¿No es realmente la constante tendencia a extender las historias una certificación de que nos encontramos ante un cineasta con una imaginación ilimitada? La capacidad de dar siempre una vuelta de tuerca más sin perder la naturalidad del relato es un rasgo verdaderamente difícil de realizar adecuadamente. Así pues, cuando parece que todo ha terminado, Hamaguchi decide ir más allá. Estira la narración como si se tratara de una goma de una elasticidad infinita que puede doblar y redoblar sin que pierda su propia esencia (los constantes giros de guion de la primera historia) o, simplemente, se permite estirar indefinidamente en busca de una tensión inquebrantable que, en última instancia, se deshaga con una delicadeza sublime.
En la segunda historia, titulada Una puerta abierta, en una escena larguísima en la que una alumna lee en voz alta un fragmento de un libro erótico a su profesor de universidad y escritor del propio libro, se produce este segundo proceso. La escena se demora, se tensiona sutilmente hasta que, entre el profesor y la alumna, se produce un encuentro emocional rodado maravillosamente. La belleza del momento de dos personas hallándose mutuamente a través de un texto literario que parece no terminar nunca (léase aquí el texto sobre el diálogo entre artes que establece Hamaguchi en Drive My Car) queda reforzada por el dominio total de Hamaguchi para desplegar su puesta en escena con precisa austeridad y extraer el máximo componente significativo de sus encuadres, en este caso, un plano realizado desde fuera de la estancia en la que se produce este encuentro, resaltando el papel de una puerta abierta que da título a la historia y, además, nos permite acceder a un instante íntimo, siendo, en definitiva, una puerta abierta al alma de dos personajes.
Por último, la tercera historia, Una vez más, parece reivindicar precisamente la autocomplacencia a la que aludíamos previamente. El episodio que contiene uno de los momentos más tristes de la película —cuando dos mujeres que creen haberse encontrado tras mucho tiempo descubren no ser quién dicen ser y Hamaguchi compone un plano estableciendo una separación a través de los márgenes de la ventana que tienen justo delante— también es, en su tramo final, una especie de reclamo a, sencillamente, decir y escuchar cosas bonitas sobre los demás. Parece una idea algo absurda, pero el tratamiento formal de la escena final transmite una aproximación tan sincera y esmerada hacia las dos mujeres que es imposible no empatizar con ellas. En su intento de recrear un encuentro previo, la película, junto con ellas mismas, se dobla, convirtiéndose en una “meta-escena” que busca recuperar una felicidad que ha resultado ser ilusoria, un eco representado artificialmente por dos personas que niegan a perderse a sí mismas, aunque eso suponga encarnar una identidad ficticia.