En Francia, país frío y orgulloso por naturaleza, se empeñan desde hace siglos en suscitar controversias por el puro placer de ver cómo resolverlas. ¿Guillotinamos a Luis XVI o nos vale con desterrarlo simplemente? ¿Apoyamos a Napoleón en su regreso o le tratamos de loco? Y últimamente el país vecino también es noticia por sus dilemas político sociales.
Tanto les gusta a los franceses la controversia que este carácter del pueblo al que guiaba la libertad en el famoso cuadro de Delacroix parece haber decidido incluso reabrir viejos debates ya cerrados en el mundillo del séptimo arte. Si hace dos años Dominik Moll adaptaba a la gran pantalla la famosa novela de El monje, que, en su época, fue objeto de censura y prohibición, esta vez ha sido Guillaume Nicloux quién ha readaptado otro polémico libro con temática espiritual, ‘La religiosa’.
La historia no nos cuenta algo novedoso, es un clásico literario en primer lugar, por la muy polémica novela de Diderot que planteaba de fondo la cuestión de la libertad individual de las personas, al tratar sobre una joven obligada a ingresar en un convento contra su voluntad, como cinematográfico, pues hace unos años ya, en plena corriente de la ‹Nouvelle Vague›, fue uno de los films que encarriló la carrera de Jacques Rivette, dándole aún más fama por haber sido una película censurada y prohibida durante algún tiempo.
No obstante, en esta nueva versión, poco queda de aquella forma de protesta de Diderot o de aquel reflejo de la desoladora soledad humana de Rivette. La cinta que nos propone Guillaume Nicloux está exenta de algo fundamental en una pieza de estas características: sentimiento.
El director, quizá queriendo distanciarse de una trama tan archiconocida como revisada, se empeña en mantener las distancias con La religiosa. ¿El peso de la fama? Quizá ¿Las ganas de objetividad propias del mundo moderno? Puede ser. Pero en cualquier caso, se muestra la historia de la joven y pobre Suzanne como si la viésemos en un laboratorio moderno: Fría, analítica, lejana. Parece querer coger toda la técnica de la ‹Nouvelle Vague›, respetar a los maestros que forjaron un estilo y, por supuesto, a uno de los estandartes de los mismos, pero sin ser capaz de unir ese respeto a una voz más moderna, a una forma de coger lo mejor de lo anterior y unirlo a las ventajas de la actualidad. Evolucionar, creo que lo llaman.
De este modo, Nicloux propone una película desnuda, sin artificios. Una historia que vemos, pero que no sentimos. Resulta incluso difícil empatizar con aquella Pauline Etienne condenada a estar en un lugar al que no pertenece. No hay nada artificial, es puro naturalismo. Y el cine, por mucho que sea capaz de transportarnos a otros mundos, es cine, no es real. Se nota demasiado en esta cinta.
Quizá por esto todo lo que nos propone Nicloux, que puede ser muy interesante técnicamente, sobre todo para los admiradores del original, ver el nuevo enfoque hecho medio siglo después, no deja de ser algo bastante vacío de contenido. Hay que tener un poco de visión de conjunto. Quizá si, como decíamos al principio de esta reseña, el director hubiese cogido ese espíritu de sus paisanos y lo hubiese llevado un paso más allá, podría haberle quedado un relato mucho más poderoso. Con unos personajes encerrados en un sitio, uno no tiene que hacer La libertad guiando al pueblo, tiene que bajar al fango, las vísceras, centrarse en el conflicto y dejarse llevar por La Balsa de la Medusa. Si no es para evolucionar, por favor, que se deje la ‹Nouvelle Vague› en la memoria de los soñadores. Allí cada uno puede descubrir nuevos enfoques al recordarla de por sí.