Al igual que muchos, supongo, supe de la existencia de Jonás Trueba en el año 2010, aunque fue un poco antes del estreno de su primer largometraje, Todas las canciones hablan de mí. En realidad le conocí a través del blog «El viento sopla donde quiere», disponible todavía en el Diario El Mundo (versión online), donde solía acudir tiempo atrás para leer las opiniones de Javier Pérez de Albéniz sobre la televisión y todo lo que caía dentro de ese embudo por el que quizás acabaría creando su propio blog personal. El caso es que en aquella época empezaba a comprender que existen algunas limitaciones a la hora de abordar los temas cuando estos son más específicos, existiendo mayor libertad si uno puede divagar y mezclar de aquí y de allá. No recuerdo exactamente de qué trataba cada nueva entrada en el blog de Trueba, pero sí recuerdo que se me quedó la idea de que el cine le encantaba (tanto como la cultura cinematográfica), y especialmente el francés. Puede que fuera una idea poco sustentada con los hechos o la realidad, pero tras haber visto Los ilusos en su momento, y ahora La reconquista, no siento que me equivocara al creer que en el espíritu de la Nouvelle Vague hay algo que este director admira y que quizá se apropie para realizar su cine: la narrativa libre y la búsqueda de naturalidad con tintes autorales.
Todo eso tiene sus cosas buenas si se hacen bien porque, en primer lugar, destacarás tanto como cualquier buen director/guionista, pero además serás capaz de marcar la diferencia respecto a gran parte del panorama cinéfilo actual, al que conseguirás transmitir lo que tú sientes a través de la pantalla, y eso no debe ser fácil. En este sentido, se podría decir que Jonás Trueba todavía está creando su universo propio, dando más promesas que evidencias, que en el fondo pocas veces serán ciertas al hacer un cine personal, tan proclive a la alabanza como a la crítica feroz. Lo más difícil, siguiendo este mismo razonamiento, sería ser el tipo de espectador que ni odia ni ama una película, pero que tampoco siente que le haya dejado indiferente. Es sólo que no se queda en la memoria, a pesar de que haya escenas que valgan la pena y de que en cierto modo siempre sientas que hay cariño en lo que se está haciendo. La reconquista, por ejemplo, contiene algunas escenas que, de tan personales (desde un punto de vista formal o esquemático), cobran más sentido para el espectador que lo ve y lo siente como suyo en su contexto que en el del metraje, hasta el punto de retener varias imágenes de sus películas sin la necesidad de retener la historia o el guion de las mismas. Y eso él también lo debe saber (él y el encargado de realizar los posters).
Servidor pertenece al grupo de los que simpatiza con este cine de autor afrancesado, libre y espontáneo que promete un futuro cada vez más presente. Pero no ha llegado, de momento, a enamorarse de él, porque siente que la naturalidad con la que el director lo impregna nunca llega a ser real del todo, y eso le impide, tal vez, fusionarse con la vida que desprende cada fotograma, sin llegar nunca a ser un iluso más, a pesar de ser otro admirador de la música triste —y del divertido papel en la cinta— de Rafael Berrio (y sus Insomne, Las mujeres de este mundo o En las lindes del fin, por ejemplo), o del Nacho Vegas anterior y posterior a la ‘canción escrache’, gracias al cual coincidimos en concierto, un motivo más para confiar en que tras su filmografía existe honestidad y esfuerzo por mostrar un punto de vista personal que puede coincidir con el de muchos, y que obtendrá los mismos detractores como Vegas tiene tras ver sus conciertos, donde con suerte saluda al público o le cuenta alguna anécdota (si es que el público no chista a los que canten las canciones al unísono). En La reconquista, por otra parte, también resulta apreciable su visión de la ciudad de Madrid.
24 de marzo de 2011, Joy Eslava, Madrid (concierto de Nacho Vegas). Entrando por el pasillo de la sala de conciertos/discoteca, me cruzo con Jonás Trueba, que parece ir hacia la salida con algo de prisa. Sin saber muy bien por qué, más para mí que para él, pero en un tono de voz bastante alto, pronuncio su nombre y apellido, consiguiendo que él se gire hacia nosotros (me acompaña un amigo): «¿Si?», dice algo sorprendido. «Nada, nada», respondo mientras él encoge los hombros y se marcha. «¿Quién es? », pregunta mi amigo. «Pues ahora un director de cine, pero yo le conocía por un blog», digo, pero en esa frase, mi acompañante, asume que en un acto honesto y lleno de sinceridad también hay impostura propia de ser un humano con algunas pretensiones y ambiciones.