La evolución vital de cualquier menor de edad entre los ocho y los dieciséis años es una época de transformación física constante. Los más feos pueden ser guapos después, los que eran bellos, perder su encanto. Las gorditas, atletas en la adolescencia. Los renacuajos, torres más tarde. Es evidente la sensación de extrañeza que causa ver, tras su nacimiento e infancia transcurridos varios años, a los adolescentes que se han formado al crecer. Este puede ser uno de los puntos de partida del film dirigido por Isa Campo e Isaki Lacuesta, en el que narran el regreso de Gabriel, un chaval perdido en las montañas de Pirineos, encontrado en un centro de menores francés con una nueva identidad, la de Léo. Ambos directores y guionistas abordan la historia desde la crónica de sucesos, a partir de algún caso real en el borrador, para moldear una experiencia que aplicándose a su enunciado, va mudando su piel desde su propio título. Lo que comienza como un drama costumbrista juvenil, escora hacia una película de género, de la intriga hasta coqueteos con el terror, mutando en el último tercio como un drama familiar, algo social de denuncia y recuperando ese aliento de suspense que modula todo el metraje. Forma y fondo implicados en el mismo título, esa poética próxima piel o piel cercana, propera pell en el original catalán.
Con un acertadísimo reparto compuesto por tres protagonistas jóvenes y tres adultos, dos grupos confrontados con Gabriel, su primo y la novia de éste. En resonancia con el que forman la madre viuda, su cuñado y el tutor que ha educado Léo, el protagonista, de nuevo esa dicotomía de su nombre y sus identidades. Los seis personajes danzan por parejas, tríos y cuartetos, guiados por un intruso que los une, confronta, aleja, aunque sobre todo los motiva en esa coreografía de amores, rechazos y encuentros. Lacuesta y Campo emplean las herramientas genéricas de dilatación al exponer las acciones, la espera, la inquietud, los giros sorprendentes mostrados con tranquilidad pero desasosiego, el mismo que tienen los personajes, vivos, mutantes. Un juego de apariencias, engaños, dudas o revelaciones que dibuja el joven intruso, o auténtico desaparecido, con el que empatizaremos desde su presentación, pasando por sus crisis de ansiedad en las que se aísla y lesiona. Logrando buenas secuencias que funcionan en conjunto y separadas por una progresión dramática inusual en la resolución narrativa del cine comercial. Pequeñas piezas entre las que destacan las del lago, la cena, las conversaciones del tío y el reaparecido. Incluso la primera en la que se presenta al protagonista encaramado en el tejado del centro de menores.
Gran parte de los resultados se debe a un sexteto de actores en plena afinación y sintonía que cruzan o evitan sus miradas potentes, expresivas, provenientes de sus entrañas. Emma Suárez con su amor entregado que justifica cualquiera de sus apariciones en escena. Sergi López en un papel pétreo, íntegro, ese tío que va perdiendo capas de dureza a pesar de no perder su terquedad. Un educador suizo, encarnado por Bruno Tedeschini, que funciona como travieso y responsable Pepito Grillo en los equilibrios y relaciones personales. Por supuesto los adultos reiteran su presencia con el talento de los personajes que mejor evolucionan, esos adolescentes interpretados por Igor Szpakowski, Greta Fernández y un gran Àlex Monner, intenso, dubitativo, amenazador, tierno. Humano al fin y al cabo. Uno de los personajes más golosos y mejor construidos en todos sus matices, para aportar credibilidad en la pantalla. Es curioso que ni siquiera él mismo en el metraje, se parezca a la foto del cartel promocional en el que nos observa inquisidor, de frente.
La pareja de cineastas consigue transmitir con una cámara portada a pulso o al hombro, inestable, titubeante solo lo bastante para registrar planos bien compuestos, nítidos, puntos de vista siempre guiados por la mirada de los personajes. Una amplitud generosa en el formato panorámico, con un acercamiento a una comunidad que vive junto a las montañas, influida por las costumbres cazadoras, casi a ciertos ritos ancestrales de tribu. Unos paisajes captados en planos generales que contraponen la severidad de las nubes, la niebla, el frío invernal, la nieve omnipresente y las rocas fronterizas. Unas vistas impresionantes de desfiladeros, cordilleras y senderos que permanecen imperturbables, conocedores de la verdad que se intuye clara, pero se desea distinta en un final abierto, cerrado, intercadente. Emocionante.