La profesora de literatura (Katalin Moldovai)

Ana sabe conectar con sus alumnos. Lleva dos décadas en el oficio y ha logrado despertar el interés literario de varios estudiantes. Los datos son casi unánimes: la mayoría de adolescentes que pasan por su aula incrementan las horas de lectura, obtienen buenos resultados e ingresan en universidades prestigiosas (entienda cada uno como quiera este concepto). Sin embargo, el conflicto con el que choca logrará interferir en su trabajo con mucha más fuerza que cualquier evidencia tangible: la queja de un padre que goza de cierta influencia. A partir de este detonante, el único objetivo de la escuela será el de probar legalmente que el protocolo normativo ha sido respetado. Los buenos resultados ya no tienen ninguna importancia: las reglas devienen un esquema dogmático, una especie de obligación que casi se justifica por sí sola. El tipo de esencialismo propio de la tendencia derechista hacia la que parece estar virando Europa en las últimas décadas.

Pero Katalin Moldovai también nos recuerda que, además de existir dicha tendencia ideológica, la misma cuenta con todo un sistema legislativo que puede utilizar a su favor. Así lo demuestra el hecho de que la simple aplicación de un protocolo legal tenga más fuerza que todo un dispositivo de enseñanza cuyos buenos resultados son perfectamente palpables (y que cuentan con la aprobación de la directora y la mayor parte de los profesores del centro). Indirectamente, la realizadora húngara reivindica la necesidad de una actualización legislativa que proteja la salud educativa. Y para hacerlo, Moldovai retrata con delicadeza todo el ecosistema que da vida al centro escolar donde transcurre la mayor parte de la acción, gracias a una planificación en la que predominan los planos generales ocasionalmente acompañados por el sutil movimiento de la cámara e iluminados de forma naturalista.

Con ello Moldovai consigue un conjunto de escenas (especialmente las introductorias) que transmiten una gran sensación de veracidad, casi como si estuviéramos observando el funcionamiento de un centro escolar real. Las pequeñas pinceladas de la vida privada de Ana (así como el hecho de que la película se permita mostrar algunos de sus defectos) contribuyen notablemente a fortalecer esta sensación. De ahí que el espectador perciba la intervención de las autoridades como una intrusión, un burdo entrometimiento que adultera toda la arquitectura del escenario presentado. Y es que la investigación interna que desencadenará la denuncia del padre no sólo afectará a las clases de la profesora, sino que también servirá para poner en cuestión su cualificación (llegando a ser relevada en otras actividades), hasta incluso dinamitar alguna de sus amistades. Y todo, como apuntamos, gracias al triunfo de una sola queja frente a decenas de muestras de aprobación.

Es gracias a lo mencionado cómo Katalin Moldovai logra contagiar al público de su (necesaria) indignación. Lástima que este difícil equilibrio entre denuncia y transparencia no logre mantenerse firme en todas las escenas: el carácter punitivo hacia los alumnos “defensores” de Ana por parte de dos profesoras enemistadas con la misma resulta, en ocasiones, un tanto exagerado. Algo que no impide que sigamos estando frente a un título necesario y bien presentado; la denuncia de una triste realidad que algunos territorios ya hemos podido probar: nada como recordar la queja de unas pocas familias que logró imponerse, gracias al dispositivo legislativo del que pudieron servirse, a la petición casi crónica de una mayoría de familias muy superior, hasta el punto de conseguir la elaboración de la absurda ley del 25% de español en aulas catalanas.

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