Que tu nombre sea Eva puede suponer una carga o un orgullo. Cuando escuchas a la protagonista de esta historia comentar como una anécdota que su nombre es el primero que una mujer tuvo, uno ideado para pecar, notas cierta ilusión, puede que orgullo en sus palabras. En el momento en el que nos lo cuenta indirectamente, sin prestar atención a la cámara, ya llevamos un largo rato observando la vida de esta Eva al desnudo, que parece destinada a reencontrarse con lo que ella considera “normal”.
También reflexiona cuando se le pregunta sobre la normalidad, y nos demuestra que es una cuestión a desgranar en profundidad. Todo estamos acostumbrados a tachar de normal ciertas actitudes en la vida, y parece evidente que cuanto más fácil resulta nuestra existencia, más rebuscado es el concepto. Para Eva la normalidad pasa por tener un trabajo normal, una casa normal, que alguien cuando la mire vea un futuro anodino y estable, sin altibajos, sin complicaciones. Ser normal es lo más parecido a poder levantarte, subir las persianas, abrir las cortinas y encontrar que vuelve a ser de día. Todo un reto, elevadamente ambicioso en la actualidad, que nos permite reflexionar sobre lo complicado que nos gusta todo.
Eva tiene ese punto extraordinario en su inquietud, pero no es casual que nos encontremos con ella en La primera mujer. El documental de Miguel Eek quiere llevarnos de la mano a lo largo de una especie de diario de a bordo sobre una persona que quiere una segunda oportunidad en su vida. Para ello partimos desde el recinto cerrado de un hospital psiquiátrico, donde Eva se trata desde hace años de su esquizofrenia, un lugar donde convive con otras personas que sobrellevan sus enfermedades mentales, cada una con unas capacidades específicas, un lugar donde curarse o quemarse, según su fortaleza.
Fijarnos en Eva es necesario al encontrar a una mujer todavía joven, coqueta, inquieta y parlanchina que necesita dar un paso adelante, encontrar un nuevo reto que en el interior de ese hospital no surgirá. Mientras espera su turno para ocupar un piso tutelado vamos descubriendo las múltiples capas de la personalidad de Eva: los pequeños apuntes de su pasado y el hijo al que ya no puede ver, los breves encuentros con su madre, sus tareas diarias o la necesidad de fumar sin parar. Una mujer compleja que quiere parecer una más.
Sin interrumpir sus necesidades y obligaciones, el documental nos muestra con franqueza unos ideales que aparentemente cualquiera podría tener al alcance de su mano y que se vuelven obtusos y sanadores en los ojos de su protagonista y aquellos que la rodean. Eva es autosuficiente como para reconocer ese punto de inflexión en el que comenzar de nuevo, y toda la fuerza de voluntad necesaria para llevar a cabo ese gran reto. Aunque ella intente arrojar mucha luz y esperanza en una posible nueva vida, somos conscientes en todo momento de lo duro que es y lo fuerte que hay que pisar para afianzar un futuro estable. Nadie lo tiene asegurado, pero es un objetivo tremendamente loable.
Eva crece por momentos, como también duda o decae, porque puede que no sea la primera mujer que atesora ese nombre, pero sí se siente una mujer nueva. Quiere reparar para avanzar, y aunque todo aquello que la atormenta no aparezca reflejado en el documental más allá de sus palabras, que son de disculpa y nuevos objetivos, en sus silencios y soledad es donde respira verdad y sentimiento. El director la acompaña en cada paso, nos construye un relato donde Eva suma y dispara sin control hacia nuestras propias creencias sobre los elementos básicos que necesitamos para nuestra felicidad, donde la normalidad, definitivamente, es una ‹rara avis› para quien la busca y para quien cree encontrarla. La reflexión, por fortuna, es lo único que pesa en La primera mujer y Eva es una heroína singular que nos enseña esa vigorosa necesidad de encajar en una sociedad donde nunca nadie es la pieza perfecta. Ella no lo es, lo sabe, y aún así lo intenta con toda su energía, demostrando la belleza que tiene recuperar las ganas de vivir como una más siendo tan auténtica.