Relaciones esporádicas y espontáneas, vínculos no correspondidos o mal entendidos, terapias de pareja infructuosas que obtienen una percepción distinta según el receptor… a priori, no se antoja difícil trazar referentes en torno al nuevo trabajo de Martín Rejtman, que pronto halla un microcosmos propicio en el que desarrollar esas idas y venidas, casi como si de viñetas independientes se tratara interconectadas por un mismo hilo, la presencia de Gustavo y Vanessa, esa pareja en trámites de separación que irá encontrando distintos asideros partiendo de una misma devoción: el yoga. Es, de hecho, esa práctica que da título al film, la que une y la que separa, la que se desliza imperceptiblemente sobre sus vidas, la que surge como razón de ser, aunque todo termine atisbando otros motivos, y en ella encuentra el argentino un motor, una noción desde la que relacionarse e ir perfilando líneas discontinuas que solo podrían ser entendidas desde un cauce humorístico que explota con habilidad, sin necesidad de llegar al vértigo de algunos de sus referentes, pero comprendiendo las constantes de un género que se activa deliciosamente sobre algunos de sus pasajes.
La práctica se nos abre así como una propuesta en apariencia ligera, huyendo de cualquier atisbo de trascendencia —y cuando parece que pudiera haberla, el responsable de Dos disparos remata con una de las imágenes más inesperadas y desconcertantes del film, sujeta a su vez a una comicidad ineludible—, que no hace sino reflejar la cotidianidad de esos vaivenes que nos llevan de un punto a otro, como una evidencia de lo veleidoso que puede resultar el ser humano y, con ello, cualquier nexo trazado a su alrededor. Todo ello se atisba en un film que comprende el tránsito —esa vuelta constante a la imagen de un vehículo cruzando el puente de camino al retiro— como algo imperceptible pero al mismo tiempo irrevocable: la inconstancia y volubilidad de los distintos vínculos que van emergiendo en el trayecto recorrido por Gustavo sin que necesariamente sea él el protagonista de algunos de ellos, definen a la perfección la levedad de una obra que, sin embargo, consigue alzarse como algo mayor, y rescatar más que una mueca fugaz en el espectador. En ella, el autor argentino consigue hacer converger una sensación de liviandad, que rebaja expectativas, flanquea cualquier tipo de estridencia e incluso remata su secuencia más aparentemente circunspecta dibujándole a uno una sonrisa de incredulidad que habla por sí sola.
De este modo, y si bien es cierto que durante sus primeros minutos se puede percibir con extrañeza un tono un tanto inusitado, poco a poco el film se nos va abriendo con una sencillez y naturalidad envidiables, que no surgen únicamente sobre cómo Rejtman afronta esas menudas relaciones, casi anecdóticas, que van fraguando nuestras distintas batallas, y dotando de un carácter armónico al relato sin necesidad de trivializar la propuesta. La práctica no se vuelve complaciente en ningún momento, ni siquiera cuando encuentra espacios que ensanchan sus aptitudes, y el cineasta demuestra la inquietud para inclinar el film hacia el lugar adecuado en el momento adecuado, consiguiendo que cada apunte humorístico, que cada nueva variación en el camino, sea percibida con esa franqueza que sólo consiguen pequeñas joyas como la que nos ocupa, y no precisamente por una falta de pretensiones que terminaría resultando adversa, sino más bien por un saber estar y una comprensión del terreno sobre el que moverse sin la que sería difícil sacar tanto partido con (a priori) tan poco. Algo que a Reijtman no parece importarle, en especial cuando terminar cayendo en un agujero en mitad de la calle se antoja el más plausible de los destinos.
Larga vida a la nueva carne.