¿Cómo discernir hoy en día entre el hecho y la falacia cuando ambas realidades pueden llegar a estar apoyadas por datos de igual verosimilitud, echando directamente por tierra toda credibilidad que pueda sustentar al hecho? Más aún, ¿hasta qué punto pueden semejantes perturbaciones de lo establecido incurrir en el curso de los acontecimientos en el marco de un espacio y un tiempo determinado? Existimos en una era dominada por la difamación, el sabotaje informativo y el cuchicheo permanente, donde tiene más poder una injuria anónima sin base alguna que atañe a un personaje público que toda su reputación previa sustentada por acciones y discursos registrados.
La hiperinformación actual impide tener un criterio sobre la exacta gravedad de aquello que puede llegar a afectar el curso de la historia. En una secuencia del último documental de Paul Moreira, La posverdad rusa, un informático miembro del equipo de campaña de Macron cuenta cómo a pocas semanas de las elecciones, y entre amenazas de espionaje interno y filtración de correos comprometedores sobre el proceso electoral, comienza a divulgarse de pronto un nombre que circula de boca en boca del pueblo francés y, por ende, occidental, que hasta ahora poca cobertura había tenido y nadie entendía qué papel estaba jugando dentro del juego político: Rusia. Esta nación, por suerte o por desgracia desconocida para la mayor parte de la sociedad occidental debido al aislamiento que tanto políticamente como geográficamente ha albergado durante las últimas décadas, resurge ahora como cabeza de cartel de una maniobra de malversación de datos relativos a las últimas grandes elecciones del primer mundo, las estadounidenses y las francesas.
Paul Moreira, documentalista franco-portugués afincado en el pais galo durante los últimos años, desde donde ha llevado a cabo una ardua labor de investigación sobre las políticas exteriores europeas en naciones arrasadas por conflictos armados (Afganistán, Iraq, Ucrania, Somalia…) centra su último largometraje en un conflicto paralelo a todos ellos cuyas armas no tienen aspecto material pero su alcance es, a distintos niveles, devastador. La guerra de la información, a la cual se refiere en numerosas ocasiones a lo largo de las entrevistas que realiza durante el metraje, es una guerra sin fronteras físicas y cuyas bajas no pueden contarse en número ya que no implican pérdidas humanas sino económicas y, a un nivel mayor, políticas. Moreira disecciona su tesis acerca del poder oculto de corporaciones de hackers rusos en las campañas electorales de Marine Le Pen y Trump para así afianzar las alianzas entre sus posibles mandatos y el régimen cuasi-dictatorial de Vladimir Putin de una forma muy similar a los códigos del thriller, lo que aporta un inteligente dinamismo a una narración por momentos algo farragosa al recurrir a un entramado de relaciones entre hombres y mujeres de poder que puede llegar a confundir al espectador.
Todo esto implica que las grandes decisiones políticas a nivel mundial pudieran estar tomándose por grupos de presión minuciosamente detallistas que convencen a los ciudadanos, estúpidamente seguros de su libertad de decisión, acerca de quiénes son los representantes idóneos para sustentar sus derechos y deberes en un siglo donde precisamente no para de demostrarse lo poco libres que somos al querer tomar decisiones propias sin estar motivado por agentes externos. ¿Es este el falso juego de la democracia que podría entenderse como una extensión del falso juego del libre albedrío?