Lo mejor y lo peor de La Pols es sin duda su origen teatral. Es una virtud evidente del film tener suficiente empaque fílmico como para tener entidad propia. Por contra, su propio desarrollo, diálogos y puesta en escena remiten directamente a su génesis: es decir, aun desconociendo que la pieza teatral existiera uno no puede dejar de pensar en una especie de “teatro filmado”, esencialmente en lo que respecta a gestos interpretativos y a los límites de sus escenarios, delimitados en exceso en lo meramente físico y poco trascendentes en lo que a creación de atmósfera opresiva se refiere.
Sin embargo no es nada desdeñable el trabajo pretendido en cuanto a sentar las bases de un relato que aúne un título tan conceptual con el desarrollo de su entramado tanto argumental como visual. ‹La Pols› (El polvo) parece flotar en el ambiente durante toda la obra mediante una iluminación arenosa, opaca. Una fina capa que es imposible de limpiar superficialmente porque siempre vuelve, o quizás es que nunca se va del todo. Una metáfora elocuente de los sinsabores, traumas y complejos que asolan al trío protagonista del film.
Como una pieza de cámara los personajes se mueven en espacios reducidos, salen y entran de habitaciones, juegan con esos espacios y solo de vez en cuando salen de dicha habitación de forma muy expresiva. O bien van a la carrera en travellings laterales que no marcan fin ni principio de dicha carrera o bien cambiando su destinación para volver irremediablemente al punto de partida, a esa estancia depositaria de todo problema a resolver. En cierto modo Llàtzer García, director del film, construye un entramado muy buñueliano que remite de alguna manera a El Ángel Exterminador. Sí, en este caso la estancia permite la salida, pero lo que constriñe de verdad, la imposibilidad de escape de los protagonistas está en su interior, en una suerte de cárcel íntima que convierte cada paraje en una reverberación de su atormentado interior.
Es por ello que La Pols es en cuanto a cuestiones propositivas un film exitoso ya que consigue conjugar la propuesta metafórica con la visibilidad del mensaje a transmitir. En este sentido el propio director pone en boca de Jacob estás intenciones al manifestar que no le gusta la poesía ni los poetas porque no hablan claro. Y claridad es precisamente de lo que hacen gala unos diálogos que, a partir de un detonante dramático (la muerte del padre), se desarrollan en un crescendo tanto temático como definitorio. De los enigmas que suponen los comportamientos a los esclarecimientos que se van sucediendo a medida que el film avanza, los personajes evolucionan, quizás no tanto en comportamiento como sí en su sinceridad a la hora de expresar sus sentimientos hasta la llegada de una catarsis final bien expuesta en lo visual: la clarificación, la liberación del interior de los personajes teniendo su reflejo en unos últimos planos claros, diáfanos que incluso dan paso a una direccionalidad, a un sentido final, a un escape definitivo o no pero que, en contraste con el resto del film, hacen de La Pols una película que hace un alegato en contra del determinismo fatalista.