Hay quien usa la palabra milagro como recurso para definir un film que consigue impactar (o emocionar) a niveles más profundos que la mayoría. Historias normalmente mínimas cuya carga de naturalidad, de realismo, de retrato vívido consiguen noquear de entrada. Films que generan inmediatamente la pregunta ¿qué estoy viendo? ¿cómo es esto posible? ¿es esto realmente verídico? No diremos desde aquí que La Pintora y el Ladrón sea un milagro pero desde luego sí contiene todas las características que la podrían definir como tal.
Una historia que podría comenzar como un ‹True Crime› al uso pero que su director, Benjamin Ree, lleva hacia unos desvíos tan inesperados como representativos. Estamos ante la forja de una relación que no entiende de adjetivos al uso. ¿Amigos? ¿Algo más que eso? Como decía un personaje de Matrix Revolutions, «Amor es solo una palabra, lo que importa es la conexión que implica». Y precisamente de esto va La Pintora y el Ladrón, de conexión, de cómo dos islotes, dos personalidades tan socialmente distintas acaban por encontrarse y por darse cuenta que las circunstancias, los avatares de la vida, pueden moldearte pero no definir quién eres en tu interior.
En este encuentro entre la artista y el ladrón operan factores comunes como el pasado traumático, el presente incierto, la deriva emocional y económica… pero nada de ello consigue explicar los motivos por los que se produce este encuentro. Lo que marca sin duda, y así lo recoge Ree, es la intimidad, los espacios vacíos que se rellenan de calidez y sentimientos verdaderos. Con una visión exhaustiva pero nada intrusiva, Ree nos lleva al territorio de los silencios por encima de las palabras, del plano detalle sugerido por los personajes y no a la inversa y, sobre todo, a la miradas como instrumento de reciprocidad, de fuego con el que se alimentan lo sentimientos.
Que Barbora Kysilkova sea una pintora naturalista no es una cuestión baladí. En cierto modo sus cuadros, los retratos que hace de Bertil no son solo reproducciones de los visible sino más bien una inmersión que saca a flote la personalidad de este último. Así, Bertil consigue tomar consciencia a través de su representación al igual que Barbora convierte la fascinación por su retratado en un viaje de reconocimiento de sus traumas más recónditos.
Bien podría hablarse, con cierto cinismo cabe decir, de que en el fondo este es el retrato de dos náufragos que ven en el otro su tabla de salvación pero, y aquí radica lo realmente increíble de la cinta, la verdad es que no es ese consuelo lo que se refleja sino precisamente reconocer al otro de igual manera, es decir como otro náufrago a la deriva.
La Pintora y el Ladrón es, al final de todo, una catarsis tanto vital como artística. Los cuadros como instrumento de liberación y, al mismo tiempo, como disparadores exponenciales de la multidimensionalidad de las personas y sus relaciones. O como robar un cuadro, despojándolo de su marco acaba siendo una metáfora de la imposibilidad de encuadrar, de enmarcar a las personas. ¿Un milagro? Como decíamos al principio no nos atrevemos a tanto, pero sin duda, si tal cosa existe, esto lo más cercano que se nos ocurre.