Para cualquiera que ose autoproclamarse amante de este arte embaucador y fascinante que tiene a bien denominarse cine, la figura de François Truffaut es sin duda un referente indispensable al que acudir, no sólo en la deriva de su magnífica carrera cinematográfica sino igualmente a través de su personalidad y vivencias fuera del marco estrictamente cinéfilo. Quizás esta última frase sea una osadía por mi parte, ya que el cine fue prácticamente la única filosofía que adoptó a lo largo de su vida el bueno de François. Y es que para Truffaut el cine era esa fantasía transformada en arte por las manos de un creador omnisciente con pretensiones de interesar a la vez que cultivar a ese público que gastaba parte de su salario en comprar una entrada que le permitía compartir a oscuras y en silencio una serie de emociones y sentimientos con una multitud de desconocidos que seguramente jamás volverían a tocar nuestras vidas más que en ese fugaz momento que transcurre a lo largo del desarrollo de una película. Porque el francés siempre prefirió observar la existencia desde el reflejo que ofrece el cine que desde la ambigua y cruda realidad, siendo este paradigma sin duda una forma de exhibir mediante su producción cinematográfica su idiosincrasia y estilo de vida marcado por su complicada niñez, la orfandad de cariño parental, su adopción del cine como exclusivo instrumento formador de conciencia —es sabido que Truffaut pasó gran parte de su infancia y adolescencia devorando 6-7 películas diarias— y finalmente su mirada curiosa, literaria, nostálgica e infantil que siempre acompañó a su manera de concebir el cine desde sus comienzos hasta su temprana muerte.
Me siento muy identificado con la forma de ver la vida del autor de Los 400 golpes y es por eso que me fascina todo el material que brota alrededor de su estampa, ya sea éste material gráfico de los rodajes en los que participó, libros escritos con la pasión de un amante obsesionado con el cine o como no puede ser de otra manera sus películas. Echo mucho de menos el cine de Truffaut, y es por ello que de vez en cuanto necesito torcer la mirada hacia el pasado para recuperar y sentir esa emoción que desprenden las mejores obras del realizador francés. Porque su cine me desborda, me hace sentir cinéfilo, me evoca a mi niñez, me hace llorar y reír… permitiendo pues que vuelva a sentirme puro, ausente de responsabilidades y tristezas o aterrorizado por el devenir que nos deparará un futuro en el que el humanismo y la solidaridad parecen haber pasado a mejor vida permitiendo así emanar las miserias, desgracias y deslealtades imperantes en el cosmos del compromiso y del mundo exclusivamente adulto. Y es que el cine de este fundador de la Nouvelle Vague me permite recordar que todos somos en realidad niños maleados por la experiencia, los fracasos y desamores que conlleva vivir, que endurecemos nuestra piel y mirada para construir una coraza que nos proteja del dolor que representa ver partir a nuestros seres queridos o descubrir que la sinceridad y la bondad no son precisamente fundamentos que definan al ser humano. Pero somo niños. Truffaut es el mejor ejemplo de ello, puesto que a pesar de que las arrugas y las canas conquistaron su semblante, en sus ojos siempre floreció el brillo inherente en la niñez. Y ello creo que fue posible gracias a que el director de El último metro jamás perdió la ilusión que le proporcionaba el cine acerca de la posibilidad de edificar aquellas historias que más le fascinaban, siendo esta fidelidad a su propia ética la herramienta que ratificó el hecho de que François jamás abandonara el hábitat infantil puesto que este medio que tanto amamos ya que nos evade de nuestra propia experiencia constituyó un oasis que reflejaba la depresión o la pesadumbre de los héroes protagonistas imaginados por Truffaut, pero desde la lejanía que supone la separación metafísica que aporta la pantalla que muestra dichos vicios.
Pero en el cine de este genio, a pesar de que en su envoltorio pueda haber más desánimo que alegría, siempre hay cabida para la esperanza y el consuelo, siendo este aspecto un punto que comparto más allá del ambiente puramente cinematográfico. Es por eso que su cine no es solo una vía de esparcimiento, sino que también resulta educativo y consciente de su capacidad para moldear temperamentos. Por ello afirmo sin miedo a estar equivocado que todos los que hayan visto las mejores películas de este tótem del séptimo arte no pueden ser malas personas, si es que las moralejas ocultas en las más magistrales obras del realizador parisino lograron conquistar su corazón. O bien en el caso que dentro de este conjunto existan personas mezquinas, su indecencia seguramente fue temporalmente olvidada al menos durante los días en los que la película formó parte de su alma.
Dentro de este grupo de obras imperecederas y evocadoras se halla sin duda La piel dura. Me encanta la traducción al español del título original Dinero de bolsillo, porque su contenido simbólico esboza a la perfección la magnitud que desborda la historia. Si bien la infancia siempre estuvo presente de un modo u otro en el cine de Truffaut, La piel dura supuso la sublimación de este arquetipo, pintando este leifmotiv a través de una trama coral protagonizada por toda una galería de personalidades infantiles que habitan una pequeña población rural sita en el centro de Francia. Por consiguiente, los niños serán los protagonistas de la historia mediante sus vivencias, carreras, juegos y descubrimientos experimentados alrededor del otro co-partícipe principal de la trama que no es otro que el colegio al que acuden a destapar el conocimiento de diversas materias académicas y extraescolares. Así, la institución colegial será formadora de talantes y doctrinas más allá de la escasa atención que ostentan los padres —sin duda una de las obsesiones del cine de Truffaut— hacia sus vástagos, convirtiendo este abandono afectivo familiar (enmascarado bajo la excusa de responsabilidad laboral) en un subterfugio para hacer brotar relaciones de amistad que rebasan los límites tangenciales del instante fugaz.
La película es una auténtica delicia que mezcla con atino y talento la comedia costumbrista con el drama generacional en un marco de cine de historias y destinos cruzados que vincula a la perfección las distintas sub-tramas que tienen lugar en el film. Uno de los puntos que convierten a la cinta en una obra inolvidable es sin duda su naturalismo. Ya desde la primera secuencia, un espléndido y añorado entrante que permite al director aparecer en un minúsculo cameo marca de la casa de su ídolo Alfred Hitchcock, la cinta da muestras de sus intenciones. De este modo la cámara se fijará en una bella adolescente que decide escribir una postal a su primo para informarle de que se presta a acudir a un campamento de verano. A continuación la cámara seguirá a una multitud de críos que como alma perseguida por el diablo corren a toda velocidad a través de las empinadas calles y escaleras de un pequeño pueblo con dirección a su hogar diario que no es otro que el colegio del lugar. Esta carta de presentación denota el carácter coral y humano que recorrerá el trayecto del film. Los rostros de los muchachos podrían ser los tuyos o los míos, al igual que sus historias. Sin duda, al autor de Vivamente el Domingo no le interesa centrarse en una historia concreta, sino seguir de forma natural como si una especie de espía documentalista se tratara, el devenir vital del escenario pleno de inocencia que presenta. En este sentido, casi más importante que el propio guión será la construcción de ambientes, de modo que los juegos, los deberes, el primer examen médico escolar, espiar con prismáticos a la belleza del lugar, las travesuras compartidas con los compañeros de clase, las huidas a espaldas de nuestros padres hacia el cine de la ciudad para colarnos a ver la película prohibida o el descubrimiento del primer amor mostrados por Truffaut serán etapas que nos recordarán a nuestra propia infancia, permitiendo así que el espectador se sienta plenamente identificado con las escenas contempladas.
La imaginación e ilusión inundarán la pantalla gracias al protagonismo absoluto de los niños ejecutado desde una mirada que los contempla con curiosidad y añoro, pero sin condescendencia. Y es que a pesar de la infinidad de talantes trazados por Truffaut, habrá dos personajes que quizás sean los que sobresalgan del resto sirviendo pues de metáfora para esbozar los dos tipos de infancia a las que se enfrenta la inocencia. Por un lado el aprendiz de delincuente Julien, un chaval que arriba a la escuela gracias a una orden procedente de los servicios sociales que habita en una chabola sita en las afueras del pueblo junto con su senil abuela y su madre alcohólica y maltratadora. Un niño para el que la infancia es un infierno que desea abandonar para poder conquistar la libertad que la delincuencia adulta proporciona temporalmente a sus moradores. Por otro lado, Truffaut retrata a esa infancia cándida e inocente mediante el personaje de Patrick, un tímido adolescente huérfano de madre que vive en el tranquilo hogar construido por su padre discapacitado. Patrick es ese niño introvertido y enamorado de la madre de un compañero de clase, timorato de abrazar el primer amor frente al descaro y atrevimiento mostrado por su amigo de aventuras y sesiones cinematográficas besuconas. En el camino de estos dos personajes se cruzarán toda una serie de jóvenes de personalidades y vivencias comunicantes, como esos dos inquietos hermanos vestidos con la misma camiseta verde símbolo de la picaresca característica de esta edad, o la bella y presumida hija del comisario de policía que desea vestir con el bolso más glamouroso del pueblo para cautivar a sus compañeros de infancia, o el pequeño Gregory ese travieso infante que ante el abandono de su madre más preocupada por encontrar novio que en cuidar de su hijo decidirá adoptar la imagen de un gato para con sus siete vidas lanzarse al vacío desde la ventana de su apartamento como una especie de juego introspectivo.
Como paraguas del protagonismo infantil amanecerán dos figuras de rotunda importancia para la historia: la del profesor Richet, un simpático formador tocado por el mundo infantil igualmente a través del embarazo de su esposa de su primer vástago que emergerá como una figura educadora preocupada por el bienestar extraescolar de sus alumnos (una especie de alter ego de Truffaut). Y por otro y de forma más puntual la de la profesora Petit, una docente que a diferencia de su compañero de profesión parece más interesada por su comodidad y por impartir su doctrina desde la severidad que en la formación espiritual de su alumnado. Sin duda la importancia de Richet, a pesar de su carácter secundario en la trama, será fundamental para entender la lección impartida por la película: el valor que ostenta la infancia en la construcción del talante adulto. Ello se alzará en unos magníficos soliloquios que desprenden toda la simbología oculta a lo largo del film por Truffaut. Los mismos lanzarán una serie de reflexiones acerca de como la vida nos endurece la piel, siendo la infancia esa etapa en la que dependiendo de la dificultad que hayamos padecido en la misma obtendremos las armas para enfrentarnos al futuro y la responsabilidad. Los niños son los grandes olvidados por los adultos, al representarlos como entes sin conciencia a los que no les hace daño la falta de atención. Así los niños que tuvieron una infancia dura estarán más preparados para afrontar los problemas de la vida adulta frente a aquellos que gozaron de un exceso de protección en los años infantiles. Sin duda una ley vital que parece compensar la falta de afecto vivido en estos primeros años. Porque no se puede vivir sin el amor y sin ser amados. Porque son los adultos los dueños de la existencia debido al hecho de tener el derecho a voto, incitando esto a que los políticos se despreocupen por los verdaderas víctimas de la existencia: los niños. Si los adultos no demuestran su amor por los niños, éstos creerán que es por su culpa debido a su incapacidad para reflexionar sobre los auténticos motivos de esta falta de cariño. Y esto convierte al mundo en un escenario en el que solo es factible la presencia de la injusticia.
Estas magníficas reflexiones escupidas por el personaje de Richet convierten la película en una pieza que trasciende los límites puramente cinematográficos. Sin duda el monólogo final pronunciado por el maestro ante la atenta mirada de sus interlocutores infantiles es una de las escenas más emocionantes de la historia del cine, de esas imposibles de contener las lágrimas. Pero esta defensa y homenaje a la infancia no sería tan indeleble y memorable sin ese homenaje al otro ente que amó François: el cine. El cine es representado en La piel dura como ese El Dorado al que acudir para olvidar las miserias del día a día. Un espacio donde experimentar el primer beso, el primer amor… el único amor. Un edificio oscuro pero a la vez luminoso que irradia vida frente a la frialdad y tristeza que campan en las casas y calles del pueblo. Un arte capaz de hacer olvidar la depresión y falta de amor, del que a veces abusamos como refugio de soledades, pero que asienta nuestra supervivencia frente a la oscuridad de la muerte y la derrota. Un cine, el del pueblo de La piel dura, que ha sido, es y será nuestro cine, ese arte que envenenó a Truffaut como a cualquier otro cinéfilo en tiempos pretéritos, presentes y futuros.
Y es que todos los amantes del cine somos un poco François Truffaut. No me cuesta para nada imaginar a ese joven solitario parisino que ahogaba su abandono contemplando las grandes obras de Lang, Hitchcock u Ophüls. Esos recuerdos me evocan a mí mismo, en esas maravillosas y añoradas escapadas con mis amigos a los cines de barrio para contemplar en esas sesiones de butacas vacías e ilusiones desbordantes de las cuatro de la tarde películas no aptas para menores como Show Girls o Juegos Salvajes, pero también los Reservoir Dogs o la última de Van Damme. A pesar de los años, el séptimo arte sigue siendo el más maravilloso poema de vida jamás creado por el hombre. Un reflejo artificioso de nuestra existencia que nos inspira risas o llantos ajenos con la misma intensidad que los propios. Un albergue de caóticos solitarios que empañan sus lágrimas de incomunicación en un pañuelo diseñado por los más grandes poetas contemporáneos. Porque el cine es caos y anarquía que se disfruta cuanto más torcido sea el laberinto existencial del espectador que se deleita con su veneno. Amigo François, tus sentimientos perfectamente transmitidos a lo largo de todas y cada una de tus obras son las emociones que hemos absorbido todos estos locos que de vez en cuando nos emocionamos imaginando que corremos la misma suerte que Bogart en El sueño Eterno o las aventuras de ese Gregory Peck que poseía El mundo en sus manos o igualmente logramos rescatar de manos de los indios a nuestra sobrina secuestrada como ese Ethan que como buen centauro recorre para lograr su objetivo desiertos tan amenazadores como bellos. Porque el séptimo arte jamás morirá mientras haya un solo niño que prefiera sumergirse en las intrincadas propuestas tejidas por esos Lynch, Bergman, Winding Refn, Zvyagintsev o futuros Luis Buñuel que en alienantes juegos de consolas, ya que el cine es el arte que mantiene viva la llama de la niñez, recordándonos que en realidad seguimos siendo niños con canas y rizos en la frente embaucados en peleas en cuyo horizonte solo se atisba la bandera de la derrota. Y es el cine por tanto ese oasis fugaz necesario para obtener el oxígeno para soñar con triunfos efímeros frente a la inhumanidad imperante en nuestros días. Gracias maestro.
Todo modo de amor al cine.
Buenos días. He tenido la fortuna de encontrar un artículo maravilloso del Sr. Rubén Redondo, acerca de «La piel dura » del director francés Francois Truffaut.
Para mí fue una doble alegría disfrutar de la película inolvidable, como toda la obra del maestro francés, en mis paseos a través del recuerdo y verla coronada por la prosa excelente del Sr. Redondo
En su texto veo la reproducción de mis sentimientos y de mis vivencia,s de casi siete décadas, que compendian la película tan bellamente descrita por ese crítico inteligente y humano.
Me permito enviarle un saludo respetuoso y agradecido. Lo felicito de todo corazón.
Atentamente. Bernardo La Rotta R.
Muchas gracias Bernardo, me congratula que hayas podido disfrutar de nuevo de esta genial obra del maestro. ¡¡Un abrazo!!!