Después del divino tesoro
Decía Jardiel Poncela que la juventud es una enfermedad que sana con el tiempo, a lo que quien escribe estas líneas gusta de añadir que es la mejor de las enfermedades. La peor persona del mundo nos disciplina sobre ello con deleitable osadía. Congeniar con ella se antoja muy fácil, pues Joachim Trier le ha lavado la cara a un género que parecía preso de sus propios códigos narrativos y enunciativos. El cineasta elabora una receta sobre cómo aprovechar los espacios de un guión y concederle los minutos justos a lo más determinante, sin variables en el tono que suenen a refrito. Nos referimos a una historia más sobre la inmersión en la vida adulta, pero aliñada con unos matices que hacen de la velada algo fabuloso y original.
Trier se comunica con nosotros con una agilidad infrecuente, en un film extrañamente cautivador e imaginativo en todas sus derivas narrativas.
Cuando en el prólogo escuchamos una versión jazzística del legendario hit The Way you Look Tonight parece que entremos de lleno en el terreno de alguien como Woody Allen, pero lo que en realidad está procurando Trier es transitar por un lugar común para terminar integrándose en otro, y así de forma sucesiva. En el film está implícita la sabiduría de Allen sobre la intelectualidad del amor y las diferencias de edad, pero La peor persona del mundo va más allá, lanzando mucha información por secuencia pero jamás sin atiborrar el discurso de ideas inconexas. Palabra e imagen son uña y carne y retratan esa sensación de sentirse al borde del abismo a la hora de pensar hacia dónde encaminar nuestra vida, pero con una veracidad que pocas películas han conseguido estos últimos años.
Los minutos iniciales disparan guiños al ‹coming of age›, pero la atención se termina dirigiendo hacia otros derroteros, siempre encarados desde la concisión y la noción de lo máximo con lo mínimo. También hay frenesí, entusiasmo y frescura en el montaje, entregado al carácter maleable del film, que muda de piel cada media hora y nos deja momentos tan memorables como Julie colándose en una boda o imaginándose una tarde en compañía de Eivind. Es otro instante donde resuenan los ecos del Ain’t No Sunshine de Notting Hill, maquillado por esa sensación del tiempo que se detiene ante los algoritmos eventuales del corazón.
Su estructura capitular encuentra razón de ser a la hora de pensar el tiempo de vida de la protagonista, y cada parte posee sus ingredientes particulares, brillando con luz propia.
Alguna de ellas muestra una sana tendencia al delirio, en paralelo a otra cinta noruega coetánea como Ninjababy, y que ejerce de precuela natural al explorar temáticas como la maternidad joven o la inconstancia en las tomas de decisión.
No se puede hablar de la película sin citar la resplandeciente interpretación de Renate Reinsve, premiada justamente en el pasado Festival de Cannes con el galardón a mejor actriz. En el papel de Julie desprende un carácter rayano en lo dulce, lo triste y lo atribulado, con la cámara siempre atenta a su desplazamiento por el espacio. Sería un regocijo verla mano a mano con Greta Gerwig, a ritmo de David Bowie y corriendo por Nueva York o cualquier otra ciudad del mundo. Reinsve lleva el timón de una comedia romántica de las que duelen a la par que reconfortan, y consciente en todo momento de la experiencia previa del espectador respecto a esta categoría de films.
Porque La peor persona del mundo es sobradamente capaz de dibujar un digno retrato generacional —siguiendo la estela de la noventera Beautiful Girls— sin rozar siquiera el cliché, y se presta a que nos reconozcamos en ella ejerciendo de espejo para nuestros tiempos fragmentados.