La casa familiar que todos visitan en verano. Con su piscina, sus tumbonas a la sombra de los árboles. El abuelo, el padre y el hijo. O el padre, el hijo y un sobrino. O los tres al mismo tiempo. Un espectro que perece una y otra vez. Tres bailarinas que danzan y nadan. Las madres, abuelas y hermanas en el recuerdo, captadas en tantas fotos, grabadas en tantas películas. Las películas de sus vidas.
Primer film escrito, producido, montado y dirigido por Enrique Baró, La película de nuestra vida es una ópera prima de autor en toda regla, pero no se ofrece como una obra artística o una reflexión de calado intelectual. La producción es en verdad un helado de tres gustos. Frescos, familiares y frígidos, con algunos sabores exóticos. Ese trío de personajes que se acoplan como si fueran trino y solo uno. Esas tres danzarinas acuáticas que navegan por estanques y jardines. Aquel mozo que muere tantas veces que se multiplican al cubo. El tres, un número perfecto para relaciones complicadas, una cifra impar que simplifica y complica al mimo tiempo. Tres personajes en huida de su autor, corriendo alrededor de la piscina. El hombre maduro alcanza al joven y lo empuja al agua. El viejo los mira sin dejar de reír. El presente impulsa las acciones mientras el futuro se moja y el pasado los espera con una toalla. Todos secos al calor de la siesta.
El cineasta, un profesional de la foto-fija, ya curtido en series de televisión y documentales, demuestra buen oficio para el encuadre en modo estático, componiendo planos generales muy equilibrados, atractivos en sus zonas de interés. Escenas como la del inicio, con el ventanal que es descubierto al levantar una persiana, al tiempo que aparece la puerta, por la cual salen los tres al jardín para desayunar en la mesa. Una composición simétrica pero dinámica al mismo tiempo, surcada por las trayectorias de los actores, que no responde a un trabajo previo teatral como sucede con otros directores que provienen del arte dramático. En este caso las composiciones responden más a una expresividad derivada de situar todos los puntos de atracción de la imagen, en un solo plano, sin recurrir a panorámicas o desplazamientos de la cámara. Esta opción obliga a reencuadrar de manera un poco brusca en secuencias como la simulación de las caídas, tras ser disparado el hombre interpretado por Francesc Garrido, pero resulta estética y efectiva en la mayor parte del metraje. Tampoco significa que la película resulte inmóvil, sino estética en su concepción espacial, sin resultar afectada. El mejor ejemplo es ese picado en aplomo total sobre las dos pilas de un fregadero. Un seno ocupado por los vasos sucios, mientras el otro se llena por las manos que los enjuagan ya limpios y los posan allí. Toda una declaración y buen empleo de la pantalla partida que demuestra la temporalidad del cine, casi mágica, sin necesidad de más alardes y con un tono burlón que marca el resto de la cinta.
Porque lo más inquietante de La película de nuestra vida no es que se trate de un largo que puede ser cine, remembranza o documental. Quizás fantasía, biografía o engaño. Tal vez un juego, una canción o un testamento. Lo que realmente llama la atención es que pueda calificarse como drama a una de las mejores comedias en mucho tiempo. Porque la luz que se refleja del Mediterráneo, los colores plácidos y vistosos. O esas ganas de no avanzar la narración, algo que lleva implícito el inventario de recuerdos que se adueñan de las paredes y hierbas de la mansión. Todo junto impone un tono vital festivo, risible o flojo, un ritmo de verano y tardes tontas. Con tres actores cómplices que son ejemplos del teatro alternativo de los años setenta en el caso del “viejo” Teodoro Baró Rey. El estilo natural, todoterreno y orgánico de los ochenta y noventa, representado por Francesc Garrido. Rematados por ese multidisciplinar Nao Albert Roig, cantante y guitarrista además de intérprete.
Por si fuera poco es destacable la manera en que incorpora el material rodado en super 8 y formatos similares, cintas de la familia y veranos de la infancia. Imágenes en blanco y negro o colores palidecidos que se integran entre las secuencias digitales, con un uso acertadísimo de las superposiciones sonoras y visuales que amplifican la fuerza de lo antiguo en sintonía con lo nuevo. Una expresividad que da la misma importancia al presente y al pasado, sin someterse a la jerarquía tiránica de que cualquier tiempo anterior fue mejor. Demostrando que los recuerdos también pueden ser alegres y no solo penurias para cortarse las venas, algo que refleja muy bien la cita extractada de Robert Musil elegida para la introducción: «…y que supusiera que sus antepasados no fueron de otro modo, sino que simplemente vivieron en otro tiempo». Todo lo que confirma esa secuencia cómica final, después de los títulos de crédito.