Embarcarse en la tarea de realizar una ópera prima viene acompañado por un sinfín de complicaciones, entre ellas la de posicionarse con un punto de vista concreto respecto al resto, identificarse como alguien que destaque y que, por qué no, poder seguir teniendo la suerte de hacer películas tanto por el respaldo de la crítica como por el del público. Beira-Mar ya consiguió algún mérito importante —que no es poco— como fue el de estrenarse en la Berlinale el pasado 2015.
Aunque no por esto debemos dejarnos engañar: Beira-Mar no destaca precisamente por su originalidad formal o temática, como sí es el caso de otros títulos que muchas veces se puedan estrenar en semejantes salas. Desde el principio no se nos hace muy difícil adivinar tanto el recorrido como el final de la película, pero tal vez esto no sea ningún demérito, porque la intención de Filipe Matzembacher y Marcio Reolon, directores de la obra, probablemente sea esa.
La película plantea la amistad de dos adolescentes, Martin y Tomaz, en un viaje a una localidad costera situada al sur de Brasil, para resolver una cuestión de herencia encomendada por el padre de uno de ellos. Es, más que un viaje físico –que con mucha rapidez terminan- un viaje de experimentación, de reposo y de dudas sobre sí mismos. El conjunto del metraje está colmado por un clima gris, nebuloso y frío, que acompaña las decisiones de los personajes en todo momento. La cámara que no se despega del hombro, de las caras de los personajes, de sus miradas y de su cercanía, nos hace partícipes de una intimidad de la que no podemos despegarnos. Los actores, frente a esto, son capaces de soportar la mirada de un objetivo tan cercano con bastante soltura y naturalidad, aunque siempre con un aire excesivamente abstracto, etéreo, para su edad y condición; parecen, Martin y Tomaz, personajes salidos de una reflexión demasiado profunda cada vez que se disponen a actuar y a decir algo, tal vez síntoma de personajes poco perfilados, que al final no somos capaces de identificar ni diferenciar con la facilidad con la que deberíamos en una historia como la que se nos presenta.
El tratamiento del tiempo es otro factor que se tiene en cuenta. Nunca sabemos exactamente de cuánto se trata, porque en ningún momento se nos hace saber con claridad, y esto les permite a los autores dilatar el tiempo tanto en la percepción del paso del tiempo como en la duración de los propios planos, cosa que no siempre se justifica para el conjunto necesario de la película. Lenta en los momentos de reflexión, ayuda a sumergirnos en las conciencias de los presentes; aunque el tiempo es un recurso demasiado preciado como para abusar de él en todo momento.
La suma de decisiones de dirección y montaje ayudaría, tal vez, si el punto de partida de lo escrito fuera otro. Un tiempo de maduración, de reflexión y de reescritura hubieran beneficiado la buena intención del acercamiento formal (no precisamente original pero sí efectivo en este caso, donde la intimidad es uno de los protagonistas principales) y de la película en su totalidad. Al final, que todo el conjunto sea tan minimalista, sutil y poco claro hace que, por un lado, entremos en ciertos momentos de lograda belleza poética, donde solo el dejarnos llevar por la imagen y el sonido hace valer la pena el momento –véanse escenas de la fiesta o del propio final-; y por otro, que haya cuestiones ciertamente importantes de las que no podamos enterarnos completamente, o en las que no podamos profundizar, síntoma evidente de poca concreción, detalle y —por qué no decirlo— esfuerzo.
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