Si una película empieza con un sonido de contrabajo o violonchelo, ya sabemos a qué vamos.
Pensaba vuestro amigo Andrei Tarkovsky que el cine debería ser capaz de ser un arte completamente alejado de los otros artes, incluyendo en esos la literatura. Se dio cuenta después de trasladar a la pantalla grande las palabras que crearon La infancia de Iván, del escritor Vladímir Bogomólov. El hombre se explicaba bastante bien al exponer sus motivos, y no deja de ser un modo de justificar su cine como una visión unipersonal del mismo; una perspectiva bastante interesante sobre lo que debe ser el cine, al fin y al cabo. Y razón no le faltaba, aunque debe ser difícil de llevar a cabo de tal forma si tu mente no tiene dentro un universo propio, por muy genio que seas, y te sale mejor recurrir a otras manos para darles tú la forma que te plazca (hola, Kubrick). También decía, y es a lo que voy, que existen obras literarias que retienen su mayor valor en la palabra (por encima de la historia), que son difícilmente trasladables en cuerpo y alma al lenguaje cinematográfico o cuya maestría estilística queda muy lejos de lo que un guion puede adaptar.
En cambio, habrá mucha gente que opine lo contrario, que no hay límites, y en esas estamos: visceralmente. La novia convierte Bodas de sangre, de Federico García Lorca, en una de las mejores películas españolas del año, a pesar de o gracias a su exceso. Exceso de literalidad, claro. La pasión es siempre excesiva y sin ese componente dejaría de ser tal, tan sólo amor. Este exceso no le sienta nada mal al cine. Y por eso mismo el texto de Lorca y las imágenes de Paula Ortiz casan tan bien, porque se complementan. Porque, al contrario que películas patrias más antiguas y desarrolladas bajo un mismo estilo literario y literal, aquí todo es más natural, menos recargado y sin embargo más potente. Es verdad que en algunos momentos se cae en un espíritu similar al cine de entonces, especialmente cuando percibimos que los actores recitan más que hablan, y con ello el resultado es más teatral, volviendo a alejarnos de las palabras del maestro ruso (aunque por suerte no ocurre con frecuencia). Esto limita el valor de La novia como puro cine, volviendo a Tarkovsky (del que no nos habíamos ido), ya que el séptimo arte puede ser visto como la unión y conjunción de todos los demás, los seis anteriores y alguno más… y por ende el más completo y elevado, pese a que para él el cine era sólo su percepción y la que obtenía de los demás como respuesta. Para eso están también los actores, para ayudar. En su esfuerzo puede medirse también el éxito de una representación, y por eso deben destacarse, sobre todo a Luisa Gavasa, pero también al resto de actores, porque hacen que este film eluda la televisión, también.
¿Y por qué tanto Tarkovsky?, se preguntarán. Por los sueños y lo onírico, respondo. En La novia hay mucho subconsciente y está bastante bien representado. Sabemos lo que son los sueños y es más fácil situarlos y entender su representación, no como con el director ruso, pero eso no debería restarle valor. Andrei (ya hay cierta familiaridad entre nosotros) también era excesivo en las palabras, profuso y filosófico, en cambio Paula Ortiz es sólo lo que Lorca fue, y ella le da a su texto forma visual. Y de qué forma. Convierte el apelativo ‹cine español› en algo lógico y natural, sólo con sus imágenes. Porque es un tema recurrente, el del cine español y su espíritu o carácter uniforme, si es que existe actualmente. En mi mente siempre había sido más o menos esto. Algo serio, que no busque dejar clara su nacionalidad con un toro y un tablao flamenco, pero que mezclara lo antiguo y lo nuevo con sobriedad, personalidad y naturalidad. Y para eso lo mejor es abrazarse a Lorcas, Migueles, Unamunos, Valle-Inclanes, Juan Ramones, Machados, pero también Larras, Gustavo-Adolfos, Rosalías, Góngoras… y todo lo que nazca de ese espíritu.
Y La novia no bebe de ese espíritu, se baña en él y en su poesía. Eso la hace única pero también fácil de criticar y hasta de parodiar.