«¡Qué final tan trágico!» exclama una señora tras el triste destino de una gaviota que se ha estrellado contra la luna delantera del autobús en que Teresa viajaba. Un epitafio que paradójicamente podría arrojar luz sobre el paso decidido de la protagonista en el que será su nuevo lugar de trabajo; paradójico porque, en el fondo, y tras ese avance marcado por una rutina y orden prefijados y establecidos durante años, bien podríamos estar ante el amargo corolario de una vida dedicada a un único propósito —así lo reflejan los flashbacks que Atán y Pivato distribuyen inteligentemente a lo largo de la narración central—. «¿Alguna vez viste volar una gaviota sobre el desierto?» remata la señora, fijando casi sin quererlo una línea paralela entre el animal y la protagonista, fuera de su hábitat y destinada a vagar por unos parajes que precisamente la alejan del hábito cuando olvide su bolsa en la camioneta de un vendedor ambulante.
Ese recorrido, que someterá a Teresa a un éxodo personal en tierra de nadie —sólo la mentada Santa parece personificarse en un paisaje donde está presente siempre en boca tanto de aquellos que lo habitan como los que no—, pronto parece tomar la forma de una ‹road movie› donde interiorizar el viaje no es sino síntoma de una transición en busca de la última oportunidad; una búsqueda, sin embargo, no condicionada por la protagonista, cuyo único objetivo parece llegar a su punto de destino y volver a sus quehaceres diarios, esos que ha acometido durante años cuidando tanto de la casa como de la familia donde estaba empleada. El encuentro casual que surgirá cuando vaya en busca de Miguel, conocido en la zona como “El Gringo” tras quedar su bolsa de viaje en el vehículo de este, y él decida ayudarla en la busca cuando se percate que las pertenencias de Teresa no están donde deberían, dará pie a un choque invisibilizado por el silencio en un principio; Teresa, imbuida todavía por su propio universo, en el que la interacción se antojaba mínima, decidirá eludir las tentativas de Miguel por establecer comunicación alguna. Ese choque, que apenas quedará representado en el vínculo forjado entre ambos, se deduce de dos personalidades distintas entre sí: mientras Miguel no puede comprender su vida sin el desplazamiento como modo de vida y los cambios que implican tener que moverse de un lugar a otro, Teresa ha hecho de su periplo un cómodo reducto en el cual el método establecido fija sus prioridades.
Cecilia Atán y Valeria Pivato nos sumergen así en una crónica donde la relación, que se va desentrañando paulatinamente, es el punto de fuga idóneo para encontrarse a uno mismo, forjando un modesto espacio, y entendiendo lo efímero de un proceso que debe ser tan mínimo como personal. La descripción de susodicho vínculo, se refleja en las decisiones formales tomadas, especialmente a lo que atañe en la concepción del plano —en la forma de empequeñecer a su protagonista ante la inmensidad del espacio— y algún que otro juego focal. La efimeridad que sugiere La novia del desierto es, además, interpretada con mimo por una Paulina García que comprende a la perfección los claroscuros de su personaje y brilla con luz propia; la actriz chilena, destacada por roles como el de Gloria, demuestra de nuevo que puede llevar el peso de un film, y nos regala uno de esos caramelos compuestos con una sutileza y temple ante los que no queda otra opción que descubrirse por la perfecta armonía con que es conducido el personaje de Teresa.
Las cineastas saben, no obstante, trasladar esa misma simetría con que García acoge a Teresa en su regazo, a un conjunto donde el tono se antoja primordial, y que en La novia del desierto se destapa para componer un microcosmos al que trasladar con delicadeza las notas de una de esas pequeñas joyas de la temporada, que logran proyectar un espacio personal capaz de envolver al espectador con la sutileza propia de quien sabe lo que tiene entre manos.
Larga vida a la nueva carne.