El veterano actor venezolano Miguel Ferrari presenta su segundo largometraje como director tras su debut con Azul y no tan rosa. La historia en esta ocasión trata de las vivencias y decisiones de una mujer que decide someterse a una inseminación artificial. El procedimiento tiene éxito, pero al tiempo se entera de que por culpa de una negligencia médica le fue implantado el embrión de otra pareja.
La propuesta de La noche de las dos lunas ahonda a través de un tema cotidiano en una conflictiva maraña de implicaciones legales, morales y emocionales. No es un camino fácil, particularmente por la irrupción de la pareja que cree tener el derecho moral de proclamar la custodia de su hijo. Pero lejos de recurrir al enfrentamiento constante y directo entre a sus personajes, en su mayor parte Ferrari se centra en las perspectivas individuales del conflicto, no solamente de Federica, la protagonista, sino también de su propia madre, de Fabiola y Alonso, la pareja afectada, o de Ubaldo, el amigo gay de Federica que le dona su semen.
Y pese al plausible debate moral —no así el recorrido legal, que desde el principio es nulo— que generaría esta premisa, lo cierto es que el enfoque de la película es más bien puramente emocional. Se centra en las consecuencias que tiene conocer esto para sus personajes, cómo la protagonista se aferra al hijo que está gestando en su vientre, cómo la pareja sufre una crisis a consecuencia del choque brusco con sus expectativas, particularmente sabiendo que su embrión está creciendo dentro de otra persona. Y en último término, su propósito es el de aceptar y ensalzar la maternidad, posicionándose de manera clara y subrayando que el vínculo entre madre e hijo se forma poco a poco y no depende de la carga genética. Algo de ello hay también en la conversación respecto de la familia adoptiva de Alonso, y es lo que al final sus personajes entienden y aceptan.
Complementando este enfoque emocional, que se aleja del tono aséptico por el que optan muchas otras obras que tratan temas sociales mundanos, está una fotografía preciosista, en la que la importancia de los colores es manifiesta y que utiliza encuadres muy cuidados para generar una atmósfera a veces idílica, a veces cruda, pero siempre en un estilo más poético y adornado que puramente expositivo. En general, es una película bonita que fluye a un ritmo propio y su estética está lo suficientemente medida para que funcione.
Con todo, La noche de las dos lunas está lejos de ser una obra redonda, y su ejecución está llena de momentos en los que da la impresión de que su director cree o quiere transmitir una trascendencia que ni está en el texto ni aparece delante de la cámara. Esos intentos torpes se traducen, por ejemplo, en diálogos que parecen sentencias, como si los personajes estuvieran inmersos en un duelo verbal del que los espectadores tenemos que declarar un vencedor en el momento en el que se corta la escena y pasamos a la siguiente. No diría precisamente que esta cinta peque de engolada y pretenciosa, creo que el propósito de la misma en todo momento es sincero, pero su forma de buscar la complicidad del espectador es demasiado efectista, fruto probablemente de la intención de dejar claro su postura a través del guión y de lo que dicen sus personajes, y traiciona con ello una de las virtudes de la película que es precisamente la de crear conflictos individuales con los que se puede empatizar sin necesidad de que ésta nos diga por qué dirección tirar. Pese a que se toma su tiempo mostrando sus emociones, Ferrari tiene claro por dónde quiere llevar su discurso, y este propósito invade y compromete las cosas que sí hace bien.
Al final la que nos ocupa es una película sólida pero aún ligeramente inexperta que se nota demasiado ensimismada en dejar claro su mensaje, pero de lo que no tengo duda es que dentro de ella hay calidad y sobre todo hay sensibilidad que podría llevarse a mejor puerto con un guión que equilibre mejor las emociones que retrata con el mensaje que quiere transmitir, permitiendo atender mejor a su muy buen retrato de personajes sin estar constantemente con la mosca detrás de la oreja, porque noto a kilómetros la senda por la que me quiere llevar y porque no me parece nada elegante la forma de empujarme por ese camino.