El drama carcelario siempre ha sido uno de esos géneros en los que volcar relatos a partir de una concepción espacial muy particular, reconstruyendo así historias ya instauradas en el imaginario popular, y otorgándoles nuevas vías de escape. Pero la realidad siempre superó a la ficción, y a través de una representación mucho más tangible es fácil —o difícil, según se mire— percibir las paredes, pasillos y barrotes de la cárcel como lo que realmente son. Es por ello que ante un ejercicio como el propuesto por Álvaro Brechner, resulta complicado no echar la vista atrás y recordar films como El expreso de medianoche o la más reciente Hunger de Steve McQueen, que hacían de la crudeza latente en su crónica un mecanismo tanto para evolucionar formalmente, como para describir y evidenciar unas condiciones, ante todo, inhumanas. El uruguayo arranca su La noche de 12 años con alicientes que a nivel formal ya dejan entrever, en parte, por donde transitará la obra; y es que más allá del retrato humano realizado por el autor de Mal día para pescar, nos encontramos también ante una puesta en escena que intenta realizar un reflejo más o menos tangible de una dura situación: del ultrajante estado de los tres protagonistas, a la severa incomunicación a la que se verán abocados, el film busca claustrofobizar en más de un momento la circunstancia vivida, haciendo de ese modo partícipe al espectador de una tesitura que, como su título indica, se extendería durante 12 años.
Pero, como comentaba, Brechner no busca sostener todo el peso de su propuesta sobre esa condición, y tampoco evita la dramatización de unos hechos en los que el componente familiar termina perviviendo, en ocasiones, como último sustento en el que concebir una resistencia que vaya más allá de lo meramente simbólico. El principal obstáculo para el film, no obstante, sobreviene así en su indefinición, queriendo abarcar demasiados frentes. Ya no hablamos, ni mucho menos, de un problema tonal o de consecución de ciertas escenas en las que el cineasta se pasa de enfático —como el reencuentro en el patio mientras suena esa versión de The Sound of Silence—, más bien de una carencia de cuerpo, de poso, que termina devorando sus intenciones. Algo certificado no solo en el aparato dispuesto por Brechner —que nos lleva del drama más íntimo en ocasiones, a un onirismo que sirve como forja de una mirada al pasado—, también en la escisión de un relato que nunca termina por decantar sus prioridades, y ahonda tanto en el vínculo de Mújica con su madre, como en la relación establecida a golpe de nudillo por Huidobro y Rosencof, así como en consiguientes lazos entablados por este último. La noche de 12 años llega a través de ellos a un proceso desde el que apreciar sentimientos, sensaciones y estímulos para conseguir sacar adelante una coyuntura difícilmente asumible tanto en lo físico como en el plano psicológico.
El cautiverio, que llevará a los tres presos Tupumaros de lugar en lugar, y de celda en celda, se palpa más allá de en las acertadas localizaciones —que saben cuando otorgar un respiro a la cinta, algo que también consigue mediante algunas situaciones humorísticas que no lo son ‹per se›, pero que aciertan al rebajar el tono, aportando otros matices—, en el esfuerzo interpretativo realizado por Antonio de la Torre, Chino Darín y Alfonso Tort, que si bien exponen el físico ante esas actuaciones que requieren un brutal cambio fisionómico, transforman ciertos pasajes en un veraz espejo del trance por el que pasaron los tres uruguayos; hay que hacer, además, especial hincapié en la labor del actor patrio, modulando su acento y realizando un trabajo no sin cierto valor en ese sentido. Por desgracia, el impacto que logran recoger los intérpretes en determinadas escenas —la del español frente a la psicóloga resulta tan certera como reveladora—, no se traslada con el mismo tesón a una película que, lejos de sus esfuerzos, se siente un tanto postiza buscando proporcionar incentivos a un espectador que quizá valoraría más la honestidad que desprenden protagonistas ante la disposición de epatar de Brechner, por valía que pueda arrojar el documento como reflejo de atrocidades que deben ser preservadas en la memoria y jamás olvidadas con el cometido de no volver a ellas en un futuro.
Larga vida a la nueva carne.