La mujer de la montaña, o Una vida sin principios
Nos encontramos ante el tercer filme de Benedikt Erlingsson, director y guionista islandés, que debutó con la extraña y deslumbrante De caballos y hombres. La exploración, a base de pintorescas viñetas, de las relaciones que se establecían entre un pequeño pueblo de montaña y sus caballos, servían al cineasta para fascinarse por la belleza de sus personajes —encadenando las miradas, de caballo a hombre y de hombre a caballo, en plano detalle— y sus idiosincráticas contradicciones. En La mujer de la montaña, algo queda de esa candidez que caracteriza a los personajes de Erlingsson, aunque esta vez parezca más preocupado por ceñirse a un retrato, en clave caricaturesca, del signo de los tiempos que corren.
En la primera secuencia de la película, el sabotaje a una torre de alta tensión sirve como carta de presentación para Halla —espléndida Halldóra Geirharðsdóttir— como heroína de acción a tiempo parcial, pues combina su activismo clandestino con clases de canto para adultos. Una doble vida en la que confluyen Thoreau, Mandela y Gandhi como brújulas de lo moral junto a una hermana gemela profesora de yoga, un pueblo asediado por un gobierno paranoico y la omnipresencia del folclore islandés —aunque las constantes rupturas de la cuarta pared con la banda de música entrando y saliendo de plano terminen siendo un tanto repetitivas—.
Entre la fábula ecologista y la denuncia social, exige ciertas concesiones a la incredulidad del espectador en la construcción de ese microcosmos. Por un lado, el gobierno islandés y los cuerpos de seguridad como adalides de la estulticia —y, señalado en forma de chiste recurrente, del racismo— y, por otro, los ciudadanos como un colectivo solidario por naturaleza. Un planteamiento que podría pecar de naif, pero que, en el fondo, revela una firme postura frente al mundo que nos rodea.
En su voluntad por hablar de lo universal y de la realidad más inmediata, La mujer de la montaña encuentra un sorprendente equilibrio en su variación de tonos. La amistad entre Halla y un delegado del gobierno, cómplice en su silencio, juguetea con los elementos de la comedia clásica —el ‹running gag› de los móviles en la nevera— mientras que las fechorías de Halla en tierras islandesas podrían pertenecer a la película de acción que jamás filmaría Roy Andersson (Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia). Son tan brillantes algunos destellos de sutileza en su puesta en escena, que cuesta entender por qué Erlingsson se inhibe como director en ciertos momentos. Uno podría pensar que la importancia —social o cultural— de ciertas temáticas pueden justificar los medios que se utilicen para tratarlas y que, en pos de subrayar las ideas que ya estaban ahí desde el primer momento, se resienta lo orgánico del conjunto.
Dejando a un lado lo que pudo ser y no fue, La mujer de la montaña es, sin duda, una comedia disfrutable en su ingenuidad, entretenida en el ‹tour de force› de su protagonista y, aunque quizá de una forma demasiado epidérmica, una declaración de principios. El principal problema, más evidente si cabe en su tercer acto, es la necesidad de poner en primer término los temas que, con más o menos acierto, han articulado la película. Sin embargo, la inteligencia del guion consigue evitar la deriva sentimentalista en un final verdaderamente emotivo.
Islandia, no es tundra escandinava
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