Comienza el film, empieza el concierto. Las manos de una pianista acompaña una orquesta que nos traslada a una de las oficinas de la sala, donde los operadores controlan el espectáculo. Stalin al teléfono, finaliza la sesión, la gente aplaude, el dirigente comunista pide una copia del concierto. El espectáculo de la pianista y su orquesta no se ha grabado. Se debe registrar y enviar, son ordenes.
Así, en forma de concierto orquestado por el destino, la película muestra sus primeras notas al espectador: una sátira en torno a los hechos de principios de marzo de 1953 en la URSS, la muerte de Stalin y las reacciones por parte del comité general. Este concierto, remarcando su simbolismo, es grabado. Todos los dirigentes son observados, escuchan, opinan y traicionan para conseguir el poder que el dirigente comunista abandona trágicamente.
El inmenso coro de actores reconocidos brillan con unas interpretaciones oscuras, naturales y creíbles, incluso siendo una comedia negra, sobrepasando la sátira, pero humanizando sus escenas encadenadas con un buen control del ritmo por parte de Armando Iannucci que hace uso del montaje paralelo para generar tensión y atención, y que converge en diversos puntos, por ejemplo, la muerte del camarada Stalin, o las reuniones entre el comité general, donde se reúnen los protagonistas para mostrar su cara más falsa e intencionadamente delicada.
El inteligente, pero clásico y poco atrevido uso del montaje permite generar contradicciones entre opiniones de un mismo personaje, hablando según le conviene, con uno o con otro miembro del partido comunista, permitiendo al espectador observar los trucos, las mentiras y las traiciones. Sólo la persona detrás de la pantalla lo conoce, enfatizado por el director, para así resultar un proceso de observación placiente. Conozco las farsas y los engaños mejor que los protagonistas.
Este esquema, efectivo pero poco arriesgado, ayuda a relatar una historia difícil de tratar, sin utilizar el dramatismo, sino la comedia. Pese a todo, el final del segundo acto resulta cansino, pero nunca previsible, hasta evocar un final lúcido y bien documentado sobre los hechos de la primera semana de Marzo.
Es de agradecer la visión que emerge el director, a través de la exaltación y desnaturalización de los hechos, para retratar como pocas películas la condición del pueblo respeto a su líder Stalin, incluso muerto. El dirigente comunista muere, pero a pesar de matar, encarcelar y destruir familias, los miembros de ellas que aun viven aparecen masivamente en el entierro a adorar al culpable, pero santo, de su pena y penuria.
Si la comedia debe de ser el medio para retratar unos hechos… antes la sátira, la ridiculización, la exageración de un acontecimiento, que la difícil representación de una triste realidad a través de la tragedia o el drama histórico. Ya lo empezó Charles Chaplin con El Gran Dictador (1940), y ahora le da visión Armando Iannucci con La muerte de Stalin (2017). Que continúe.