Por supuesto, la nueva película de Carlos Marqués-Marcet llega con un espeso halo de reivindicación y protesta que resulta casi imposible de obviar. No podía ser de otro modo, tratándose de la puesta en pantalla del asesinato ideológico de un joven antifascista-independentista valenciano. Afortunadamente, la película no se conforma con ello. De hecho, en el preestreno donde tuve ocasión de verla, uno de los guionistas señaló que no habían hecho una película activista. Pero el caso es que la idea original del proyecto nació (según sus propias palabras) como respuesta a las detenciones de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, el mismo 17 de octubre de 2017. En tales circunstancias, resulta difícil no pensar que la condición activista del producto va implícita en su propia gestación. De ahí que, minutos después, el mismo guionista matizara sus palabras señalando su firme intención de huir del panfleto. Si me entretengo en estos detalles es porque me parece importante señalar el esfuerzo que esconde La mort de Guillem en hacer converger protesta y cine de forma harmoniosa. No debe de ser fácil.
Es de justicia empezar diciendo que la película sale victoriosa de la batalla. Una vez superada la torpeza del prólogo (a todas luces innecesario) y aceptado el inevitable formato televisivo que asoma en algunas secuencias, todo fluye con naturalidad. Guionistas y director consiguen la dura proeza de condenar, compadecer y denunciar sin sermonear, edulcorar ni sentenciar. Nada resulta exagerado en La mort de Guillem. Los personajes caminan solos, su personalidad va construyéndose gracias a las sutiles acciones que ellos mismos parecen conducir. Y es que, a pesar de la gravedad de los hechos, la acción avanza con cuidado, sin escabro ni grandilocuencia. De hecho, esta es una de las pocas veces en que una película rodada íntegramente en catalán consigue deshacerse por completo de aquellos dejes teatrales tan desagradablemente reconocibles en (casi) cualquier producción de TV3. También da buen resultado la decisión de alejarse de la cámara en mano y del montaje picado que caracterizaron los primeros trabajos de Marqués-Marcet, para trabajar con encuadres estáticos, iluminados en sugerentes claroscuros.
Es gracias a todo ello que La mort de Guillem puede permitirse ser combativa: porque es un producto bien hecho. Su carácter disconforme no se reduce a cuatro gritos de indignación, sino que nace de la cuidadosa reconstrucción de un proceso legal (y familiar) que tuvo una triste resolución. Sobre todo porque nos recuerda lo lejos que seguimos de esta España democrática y divorciada del fascismo que algunos tratan de vendernos. Por ejemplo, no resulta difícil encontrar paralelismos entre el proceso judicial de los asesinos de Agulló y las arbitrarias detenciones de independentistas que tuvieron lugar en octubre de 2019: la criminalización de una ideología, la violencia explícita disfrazada de “discusión entre iguales”, el indisimulado escarnio de los medios de comunicación hacia el bando más desprotegido, las dificultades que tiene el independentismo (todavía hoy) por ganar su derecho a existir sin justificarse una y otra vez… Sólo cabe esperar que esta vez no sea necesario que transcurran 25 años para que la denuncia pueda formularse sin rubor. «Guillem Agulló, ni oblit ni perdó».