Cuando Joshua Oppenheimer ponía en manos de los genocidas toda la responsabilidad de la asunción de sus actos nos hacía partcipes, a nosotros, espectadores mudos, no tanto al horror de lo representado como el impacto de la sardónica risa de sus perpetradores. O lo que es lo mismo, la tortura pasaba a ser no tanto contemplar la barbarie como la impotencia ante la celebración de la misma de que hacían gala sus autores.
Tres parecen ser pues las dimensiones interpretativas que ofrecía The Act Of Killing, sin embargo nos quedaba una, eludida, fuera de campo; la visión, la vida de los supervivientes (o familiares) y como se enfrentan a sus verdugos. Esto es lo que La mirada del silencio viene a ofrecernos. Un enfrentamiento directo entre víctimas y verdugos que supone, en cierta manera, el juicio que nunca se ha llevado a cabo en Indonesia.
Esta cuarta dimensión que entra en liza se alimenta, y juega, en cierto modo, de la metarrealidad al poner al protagonista, hermano de uno de los ejecutados, en la senda de la justicia mediante, precisamente, el visionado de videos de los genocidas explicando divertidos sus “hazañas”. Es en el contraste entra la hilaridad del genocida y el hieratismo digno de la víctima donde Oppenheimer pone de relieve la magnitud del drama vivido. Resulta incomodo e insultante otra vez como espectadores asistir a al cínico ejercicio del sostenella y no enmendalla de los asesinos y de como siguen ostentando el poder, de como se pueden permitir seguir coaccionando, riendo e incluso educando y manipulando la historia. En esta ocasión, y por suerte el contrapunto de la verdad revelada, de sacar los colores ni que sea momentáneamente o incluso un perdón forzado (y no sentido), al que son sometidos los genocidas supone un respiro, un hálito de (escasa) esperanza pero que alivia la carga de la brutalidad contemplada.
La mirada del silencio juega además con dos referentes formales claros: el representacionismo de Rithy Phan y el reposo naturalista de Apichatpong Weerasethakul. El proposito en el caso metodológico de Pahn no es tanto el evitar el consabido recurso del archivo y la frialdad distanciada que conlleva sino mostrar el choque de trenes en directo y mostrar, a diferencia del caso camboyano, como en este caso sigue sin haber vergüenza ni arrepentimiento. Si acaso una barrera de comprensión impostada que suena más a ley del silencio (y cuidadito no te pases) que a verdadera reconciliación.
Por lo que respecta al sistema Apichatponguiano se trata más bien de asentar un estado de ánimo. Un efecto zen naturalista con el fin de crear un atmósfera de comunión, de comprender no solo el contexto geográfico, sino de como se afrontan los conflictos. Una suerte de ascetismo estoico que choca a nuestra mentalidad occidental pero que en combinación con la representación anteriormente comentada ayuda a comprender ciertas reacciones o incluso la ausencia de ellas. Un ejercicio pues de sustitución de la visceralidad que nos permite no solo profundizar más en el conflicto sino establecer lazos empáticos de mayor calado ante tanta dignidad mostrada.
La mirada del silencio es quizás un poco más de lo mismo temáticamente hablando y por ello mismo no consigue el efecto sorpresa, el golpe anímico tan duro que suponía The Act of Killing. Sin embargo la presencia de la visión de las víctimas ofrece el contrapunto necesario para que esta “secuela” funcione con la potencia necesaria. Sí, estamos ante lo que puede parecer un film complemento, casi un extra de DVD, pero no hay que llevarse a engaño. La mirada del silencio puede funcionar sola, cierto, pero es un documento necesario para completar el cuadro del horror, para ser el sustitivo de una justicia que está aún por llegar.