En la secuencia germinal de La mesita del comedor, primer largometraje en solitario de Caye Casas tras Matar a Dios —que co-dirigió junto a Albert Pintó—, ya se pueden advertir de algún modo cuáles serán los cimientos de un film que transita entre una comedia un tanto ácida y un cine de género incómodo, ya incentivado desde esas primeras líneas de diálogo donde se sugiere incluso la presencia de un hijo no deseado. Un cine de género cuya capacidad turbadora va, no obstante, mucho más allá de una simple disputa conyugal en torno a, por qué no, una (horrenda) mesita del comedor. Y es que lejos de esos chascarrillos iniciales, casi como una pugna por ver quien afila mejor cada palabra y se erige vencedor moral de una suerte de crisis de lo más absurda, el cineasta propone una deformación de la realidad determinada no tanto por las decisiones que toman sus personajes —en este caso, un David Pareja ante una situación terrorífica en el más amplio sentido de la palabra— como por la forma en que el director amplifica cada gesto: un hecho que cristaliza después de que María se entere de que Jesús, su pareja, ha roto el “irrompible” cristal de la codiciada mesa. Especialmente en lo formal, Casas construye un artefacto en el que se pone de relieve la extrañeza casi inverosímil de una tesitura que prácticamente ahoga a su protagonista, evitando cualquier conato de reacción lejos del intento por prolongar (aún) más lo inevitable.
Si bien La mesita del comedor se comprende desde una suspensión de la credulidad que ya se manifiesta con anterioridad a la ruptura que generará una coyuntura casi irrespirable, el realizador logra que todo ese proceso derive en una serie de recursos desde los que exponer una absoluta distorsión que a su vez ejerce como veta genérica y como elemento conductor del relato. Algo que se refuerza mediante secuencias muy concretas, pero que también alude a un trabajo de planificación verdaderamente sugerente, que quizá no se articula del mismo modo con la constancia necesaria —en especial, restan efecto algunos subrayados musicales que no terminan de funcionar y más bien ahogan la fuerza de determinados momentos—, pero cuanto menos otorga los alicientes necesarios al film de Casas como para transitar lejos de lo puramente argumental, deviniendo así la extensión de una paranoia que por momentos hace albergar dudas al espectador de si aquello que está viviendo Jesús es real o fruto de una desquiciada imaginación debido a la frustración por el momento vivido.
La mesita del comedor encuentra en esa deriva tonal una gran virtud que podría desbaratar con facilidad la propuesta, pues no se antoja fácil encontrar el equilibrio adecuado entre esa tensión que mana de la circunstancia que se verá obligado a afrontar Jesús, y un humor cuya causticidad podría bordear peligrosamente el ridículo —véase el personaje de esa niñita que acosa e intimida al protagonista—, pero que halla en la extravagancia, en su dimensión más anómala, una respuesta desde la que despejar cualquier tipo de duda. Un hecho que, por otro lado, no se extiende a la construcción de un clímax final en el que, siendo obvia la acumulación de elementos y personajes, no surte el efecto deseado, dejando el film en una tentativa inesperada por su forma de hacer converger el género ante una hilaridad atípica, casi insólita, vertebrando sobre sus constantes un horror indescriptible cuya concreción posee secuencias de lo más poderosas. Es por ello que La mesita del comedor se alza como una ‹rara avis› que, aunque en ocasiones se diluye en gestos no tan precisos, no difumina una voluntad férrea desde la cual el género se convierte en un receptáculo tan improbable como fascinante cuyas posibilidades continúan siendo tantas como sensaciones es capaz de despertar uno de esos ejercicios ciertamente estimables.
Larga vida a la nueva carne.