La mentira bio es el nuevo trabajo del austríaco Werner Boote, especializado en documentales de denuncia social y ecologista, y que en esta ocasión se adentra en el engañoso mundo del etiquetado ecológico, planteando reflexiones demoledoras sobre cómo las grandes empresas productoras utilizan dichas etiquetas para enmascarar un impacto ambiental y humano terrible.
Durante su metraje, asistimos con el propio Werner y con la periodista Kathrin Hartmann, especializada en temas medioambientales, a diferentes escenarios que ponen de manifiesto la realidad tras las capas de maquillaje «verde». Estableciendo una dinámica en la que el director se comporta como un espectador ingenuo y escéptico, y Kathrin aporta la información y el punto de vista que sostiene la tesis de la película, nos adentramos en el trasfondo y las consecuencias terribles de situaciones como el establecimiento y explotación en condiciones infrahumanas de monocultivos de colza en Indonesia, o el caso del vertido de petróleo de la Deepwater Horizon en el Golfo de México y la más que dudosa y poco ética respuesta de la compañía petrolera responsable.
El documental es desolador e incómodo de ver, como no podía ser de otra manera. El tono que utiliza, de hecho, no es amigable ni condescendiente con el espectador. Le insta a actuar y a ponerse las pilas para evitar ser cómplice de hechos horribles. Destaca la necesidad de la urgencia en la respuesta y del esfuerzo colectivo para desenmascarar estas prácticas y detenerlas. En ese sentido, su estilo tan directo y de confrontación puede resultar algo antipático, pero no hace más que poner de manifiesto lo necesario de esta reflexión y de la actuación inmediata.
Y con un contenido bien documentado que establece una línea clara entre hechos y conclusiones, no hay duda de que La mentira bio tiene el potencial para calar y cambiar la mentalidad de quien la ve. Su energía y falta de sutileza a la hora de transmitir su mensaje son, en ese sentido, algo completamente consecuente con sus objetivos y que no hace más que reforzarlos. Puedo decir que en ocasiones me molesta y bastante (en particular las entrevistas súbitas formuladas en un tono agresivo y que aprovechan la perplejidad del entrevistado para extraer conclusiones), pero dejando estos momentos de lado en los que creo que se le va la mano y busca conclusiones de una manera poco ética u objetiva, no tengo problemas con esta decisión. Ahora bien, ¿todo esto significa que nos encontramos ante un buen documental?
La duda es razonable. No porque no esté bien informado o documentado, tampoco porque falte a la verdad voluntaria o involuntariamente en algún momento. El problema es que como recurso informativo tiene bastantes carencias. Algo que, por ejemplo, me llamó mucho la atención, es la dificultad en varias ocasiones de trazar de manera exacta fechas. No es que esta clase de datos sean difíciles de obtener a través de una búsqueda rápida en internet, pero considero que un documental no debería confiar en que el espectador amplíe esta información posteriormente, y que debería proporcionar una base lo suficientemente sólida. Y teniéndola en sus manos, me da la impresión de que la racanea y de que confía en la facilidad de acceso a la misma a través de otros medios.
Y es que La mentira bio, más que un documental propiamente dicho, es un alegato. Está concebido así, la información apoya y construye el mensaje y es eso último lo que realmente quiere que cale en el espectador, no todos estos datos técnicos sobre el aceite de colza, el petróleo de BP o los coches eléctricos. Sin ser, desde luego, ni mucho menos una táctica mala o tramposa, sí da la sensación de que hay recursos bastante más completos para informarse sobre el tema.
Pero esto no es más que una apreciación inconsecuente por mi parte. Porque como digo, lo realmente importante es el mensaje. Y la conclusión moral de este documental es demoledora en su radicalidad. Aboga por arrancar de raíz un sistema incrustado hasta el mismo núcleo de la sociedad, ese capitalismo salvaje y globalizado que ha generado una red que entre todos, productores y consumidores, mantenemos, siendo responsables de su vigencia. No excusa al consumidor como último eslabón de la cadena, sino que lo pone de manifiesto como elemento necesario para que la cadena se complete. Y este discurso no es cómodo.
Sin embargo, una cosa es lo que sí puede entenderse como una consecuencia lógica y buscada de su propósito, como es la traición a la función informativa básica del documental, y otra sus carencias. En particular, tras este mensaje tan potente y exaltado que se subraya durante todo el recorrido llegamos a un punto en el que surge la pregunta: ¿qué soluciones hay? Y ahí se cae. En ese punto se vuelve errática y etérea, puede alcanzar sin problemas una conclusión muy, muy general pero no muestra realmente ideas concretas para llevarla a cabo. La recta final durante el encuentro indígena resulta particularmente fallida en ese sentido porque demuestra que no existe un complemento constructivo al discurso de denuncia que enarbola con tanta energía. Todo son vaguedades y lugares comunes.
Si bien por lo mencionado anteriormente La mentira bio no puede considerarse como un posicionamiento definitivo sobre este tema, no hay que desmerecer en absoluto su esfuerzo y, particularmente, su capacidad de señalar un problema, en apariencia concreto pero en la realidad estructural, removiendo la conciencia del espectador en base a un discurso medido de agresividad e interpelación constante, y sin tomar por ello atajos fraudulentos en ningún momento.