Si es cierto que la escasez de medios agudiza el ingenio y la creatividad, tal vez ello explique la tendencia de una cinematografía tan precaria en lo material como la iraní a experimentar con los límites que separan ficción y realidad, dando pie a un buen número de trabajos realmente singulares y atractivos. Partiendo de los lejanos tiempos del neorrealismo italiano, muchos directores iraníes se han aproximado a la realidad de su país (tan cruda y determinante que resulta un esfuerzo vano ignorarla) valiéndose de estrategias narrativas y expresivas fundamentadas en el espejismo de lo real, esto es, en la alternancia y confusión de lo falso y lo verdadero, bien sea adoptando modos propios del cine documental (The Night it Rained, de Shirdel; Salaam Cinema, de Makhmalbaf; Y La vida continúa, de Kiarostami), bien sea constituyendo a la realidad misma (la recurrencia a actores no profesionales que muchas veces se interpretan a sí mismos) en la arcilla con la que dar forma a ficciones hábilmente pergeñadas para no parecerlo (de la seminal ¿Dónde está la casa de mi amigo?, de nuevo de Kiarostami, a El espejo, de Panahi). El debut de la directora Samira Makhmalbaf encajaría fácilmente en este último supuesto, confirmándose, al mismo tiempo, como una de las películas que más inteligentemente supieron manipular la realidad con fines netamente alegóricos. Paradójicamente (o no), esta osadía creativa, más enraizada en lo lírico que en lo discursivo (y menos espontánea que otras obras nacidas de intereses similares, sin que ello suponga un defecto), supo definir mejor que muchas otras cierto estado de las cosas en el Irán de finales del siglo XX (no muy distinto del actual), especialmente en lo concerniente al papel que la mujer juega en él.
Todo parte de un caso real: un matrimonio, él un anciano, ella una mujer ciega, mantuvieron durante once años encerradas en su casa a sus dos hijas gemelas, con el consiguiente déficit de desarrollo físico e intelectual de las pequeñas (apenas hablaban, caminaban aparatosamente y su respuesta ante el mundo que las rodeaba se correspondía con alguien de mucha menos edad). Advertida de este episodio tan penoso a través de la prensa, la joven Samira (¡de 17 años en el momento de rodaje!) decidió contar su historia a través del cine. Pero, lejos de hacer un documental al uso, o siquiera una recreación más o menos veraz de los hechos con un reparto amateur, apostó por algo más insólito y arriesgado: utilizar a los auténticos protagonistas como actores de su propia vida, centrándose no tanto en lo sucedido, como en el porvenir que les esperaba tras la resolución judicial; y no tanto en su peripecia real, como en el modo en el que la misma servía para exorcizar el malestar general de un país víctima de la intolerancia y el fundamentalismo religioso, especialmente si uno había tenido la “desgracia” de nacer mujer (quien haya visto El círculo, de Panahi, se hará una idea). Ahí entra en juego la enorme carga simbólica de la cinta, que quizás pueda resultar excesivamente naïf o forzada en según qué situaciones (el niño guiando a las gemelas con la manzana), pero que, en conjunto, aporta no pocas dosis de lucidez, belleza y elocuencia expresiva a un material que, con un tratamiento más ajustado a los hechos, seguramente hubiera abarcado menos y peor.
El guión, firmado por el padre de Samira, Mohsen Makhmalbaf (una de las figuras más prominentes del cine iraní), se vale de algo acontecido realmente para hablar, en clave alegórica, de gente ciega y atrapada (la metáfora es literal en este caso) bajo el peso de arcaicas tradiciones, y lo hace con ideas hermosas que tienen más sentido en un plano simbólico que realista (el padre “liberado” por sus hijas), algo que se aprecia muy bien en el emotivo, pero nada sensiblero, desenlace. Es mérito, sin duda, de su directora, haber sabido entender tan bien el doble material que tenía entre manos: por una parte, el caso real con los personajes reales que lo protagonizaron; por la otra, el libreto escrito por su padre. Equilibrando el hallazgo estético fortuito con la imagen estudiada, Samira va trenzando una poética muy particular que parte del naturalismo observacional de Kiarostami, deteniéndose ocasionalmente en imágenes de gran carga semántica y lírica. Es insólito, al menos hasta cierto punto, el talento y la madurez expresiva derivados de este trabajo inclasificable y generosamente humano. Quizás no sea tan insólito que su autora, joven criada en una sociedad patriarcal tan asfixiante como la iraní, haya sabido captar con tanta sensibilidad el despertar a la vida de ese par de gemelas, así como el despertar a la razón de sus progenitores. Samira escucha y entiende a sus personajes, y les brinda la posibilidad (¿sólo en la ficción?) de desprenderse de la intransigencia y el miedo que los había mantenido recluidos en su propia infelicidad. Erradicada la sombra del maniqueísmo, queda la crónica de una toma de libertad adquirida en varios niveles, que la cámara (la mirada) de su autora registra con una delicadeza impropia de alguien de tan temprana edad.