En el Laylat al-Qadr musulmán, una noche festiva enmarcada con el Ramadán, los creyentes expían todos los pecados. Es una jornada de rezos nocturnos a un Dios misericordioso que decide el destino del próximo año a través del Ehyaa, que significa literalmente “renacimiento”. Los musulmanes creen que durante esta noche se decide el destino del próximo año y, por lo tanto, rezan a Dios durante toda la noche, invocando su piedad y salvación. Esta práctica de expiación se conoce como Ehyaa (que literalmente significa “renacimiento”). Precisamente, la historia de la resurrección de una familia entera puede embutirse en una maqueta hecha a mano con detalle y prolijidad, y prueba de ello es La madre de todas las mentiras, un documental arrollador (merecedor del premio a Mejor dirección en Un certain regard de Cannes) que va ‹in crescendo› a medida que se sumerge en la oscuridad que describe a través de las imágenes. En este, se muestra cómo las heridas de un pasado funesto y brutal afectan y hacen mella a toda una población, aun en las generaciones posteriores. El dolor, el duelo contenido y el silencio fruto del pudor se enquistan en los vecinos y los ciudadanos que han experimentado el horror y han optado por dejar a un lado la valentía mostrada antaño y vivir para sus adentros el trauma. Hasta este momento, Asmae El Moudir debuta con una película obsesivamente calibrada, con una fotografía prodigiosa (mérito de Hatem Nechi y Merouane Tiriri), y en donde la realizadora marroquí hace alarde de su inventiva cinematográfica, exhibiendo un juego de espejos y de distancias: a través de la búsqueda de la esencia de su linaje y los secretos de su familia, accede a una investigación que la lleva al horror que tuvo lugar durante los Motines de Subsistencia en Marruecos. El 20 junio 1981 «Los supervivientes renacieron y los muertos desaparecieron», tal como se explica, en una jornada sangrienta con centenares de asesinados, fosas comunes, torturas y la ejecución masiva y desalmada de niños, ancianos, mujeres y hombres.
Este no es un documental al uso. Los personajes consiguen transmitir la tensión en un principio solo aparente e incluso simpática, que se va volviendo cada vez más intensa e insoportable. A medida que esos secretos van saliendo a la luz, manchan la historia con un resquemor que afecta al espectador. La asombrosa propuesta fotográfica, que hemos comentado antes, se suma una iluminación, un montaje, la música de Nass-El Ghiwane y unos movimientos de cámara decisivos, que envuelven este conmovedor relato sobre la afonía de una población sometida a una represión grotesca y que ha padecido torturas, masacres y crímenes de lesa humanidad. La atrocidad narrada a través de la maqueta del barrio y las figuras de arcilla que el padre de la directora construye con una precisión formidable dotan al filme de una originalidad superior. A su vez, mención aparte merece la abuela de la realizadora, Zahra, una anciana huraña y malhumorada que choca contra todo el mundo y que un buen día decidió prohibir para siempre las fotografías en su casa (excepto la de Hasán II). Alguien que espiaba a sus vecinos desde las paredes finas del domicilio donde vivía y donde la matriarca dominaba y guarecía a los suyos. El choque generacional añade un plus de tirantez a La madre de todas las mentiras, pero El Moudir logra con creces ofrecer una mirada empática, firme pero a la vez abierta y conciliadora que no victimiza o culpa a las víctimas por el silencio perpetrado. A veces, como parece pensar la cineasta, solo la legitimada mentira puede tapar una verdad insana.
A través de la socavación de la intimidad familiar, La madre de todas las mentiras radiografía el grotesco pasado de un país con una historia sangrienta de revoluciones y represión. El taller de Mohamed, el centro espacial del film y el templo donde se da lugar a la representación del relato mediante las miniaturas de Mohamed, es, como dice la misma directora y narradora: «Un lugar para los que tienen miedo de hablar. Un lugar donde cosas que no existen pueden cobrar vida. Un lugar donde los secretos pueden salir a la luz». Un espacio donde se produce la catarsis. No hay verdad ni mentira, solamente queda la recuperación de los fragmentos del pasado. Algo que permita a un grupo de vecinos conectados por la violencia de un estado aniquilador expresarse a través del llanto, la queja o el humor. Al final, La madre de todas las mentiras invoca al amor y a la convivencia que ha crecido y ha florecido aún a sabiendas de un monstruo que permite aplastarlos. Asmae El Moudir ha conseguido reunir una sesión de espiritismo. Un rincón de terapia donde la reconciliación es posible. Donde se ha liberado lo que se había callado durante años. Un ejercicio de restauración y reparación filmado con cariño y una humanidad portentosa, que acaba venciendo la deshumanización de una autoridad estructural salvaje y despiadada.
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