La luz que imaginamos (Payal Kapadia)

La ficción como contraplano

La luz que imaginamos (All We Imagine as Light, 2024) se abre con imágenes escurridizas de espacios urbanos de Mumbai atestados por la multitud, enmarcadas por voces testimoniales que nos explican que aquel es el lugar al que se va en busca de oportunidades, de un futuro mejor. El arranque nos conduce a creer con absoluta firmeza que Payal Kapadia se estaría inclinando de nuevo, tras su deslumbrante Una noche sin saber nada (A Night of Knowing Nothing, 2021), por un registro documental. Sin embargo, esa precipitada deducción no tarda demasiado en empezar a desvanecerse: tras esos primeros compases, Kapadia vira sus códigos y nos descubre su primer largometraje de ficción. Esa temprana variación es el filo con el que la cineasta ha tallado un breve preludio en el que la cámara parece estar solicitando la entrada a esos espacios, a sus gentes, a sus historias, antes de permitirse desplegar sus imágenes. Tal vez, encontrando en esas miradas a cámara un gesto cómplice; el cierre de un pacto que autorice a la cineasta a emplear los instrumentos de la ficción para construir un relato con el que devolverles la mirada. Kapadia ha entendido que el relato de ficción debe ser pensado como un contraplano: allí donde las miradas del mundo puedan prolongarse.

Tras haber sellado el pacto, la cámara encuentra el contraplano, tan ficticio como real y tan singular como plural, en las compañeras de piso Prabha (Kani Kusruti) y Anu (Divya Prabha), ambas enfermeras, ambas tratando de contener sus anhelos, sus dudas y todo aquello que pueda poner en riego esa vida que se espera que vivan. Lo cierto es que, a inicios del metraje, son personajes distanciados en su manera de afrontar esas exigencias. Allí donde Prabha se repliega en la melancolía, Anu articula gestos de rebeldía que le permiten imaginar, tal como indica el título, la luz, la posibilidad de otra vida. Así nos lo recuerda también Kapadia en la disposición formal de los hilos narrativos de sus protagonistas, insistiendo en una separación, en el corte de montaje que distancia dos cuerpos que apenas se tocan ni coindicen en un mismo plano y que, si lo hacen, es para recuperar rápidamente un relato privado, solitario, secreto. No es hasta que las protagonistas descubran que la tristeza que las atraviesa es la misma, que esta distancia empezará a reformularse sigilosamente, quizás, también, en la magia de un contraplano: la ilusión de la distancia que se reduce en el encuentro de unos ojos que se reconocen en otros ojos que los miran.

El último tramo de la película es especialmente luminoso. Parvaty (Chhaya Kadam) es una mujer que, tras haber sido desalojada de su casa en Mumbai, requiere la ayuda de Prabha y Anu en la mudanza de regreso a su pueblo natal. Este viaje será para ellas un breve retiro a un lugar del margen, allí donde los ritmos y relatos de Mumbai no han llegado. Un lugar que, por tanto, no conoce los sitios ni las reglas para los cuerpos que lo habitan, que no sabe ni puede exigirles que se pongan en acción para retomar un camino, porque allí no hay camino que recorrer. Este espacio vaciado le permitirá a Anu consumar su amor imposible y le concederá a Prabha una extensión de su propia materia: un hombre naufrago y amnésico con el que ensayar la ansiada clausura de su matrimonio frustrado. El regreso a un lugar sin promesas de futuro suprimirá la proyección clara de un destino, será el acceso a la posibilidad de dejar, por unos instantes, la vida en suspensión. Esta suspensión no es una condición negativa, no niega el devenir, sino que les regala a los personajes la capacidad de expandirse en la mirada a ese mar —en el contraplano— de las últimas imágenes que nos entrega Kapadia, en el que Mumbai tan solo es un punto que se pierde en su vasto horizonte.

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