La lucha invisible (Rainer Sarnet)

¿Cómo puede rebelarse un individuo atrapado en un régimen totalitario en el que cualquier signo de identidad propia es aplastada? Para Rainer Sarnet, el director de La lucha invisible (Nähtamatu võitlus, 2023), la respuesta es contradictoria por naturaleza. La primera vez que vemos a su protagonista, Rafael (Ursel Tilk), es ataviado con el uniforme militar estando de servicio en una base en la frontera entre Estonia y China. Una incursión de guerreros ‹kung-fu›, que acaba con todos sus compañeros, le despierta el interés por aprender artes marciales. Tiempo después vemos a este joven obsesionado con encontrar un maestro que le instruya vestido con ropas y un estilismo típico setentero, que se aleja del estándar homogéneo de sus compatriotas mientras escucha ‹heavy metal›. Resulta evidente la contradicción de encajar en una estética concreta predeterminada como símbolo de protesta frente a la uniformidad existente a su alrededor. Las formas y gestos grotescos, acompañados de una fotografía desaturada, una textura de celuloide desgastado y el uso de violentos ‹zoom› —al más puro estilo de la década en que se contextualiza la acción—, ayudan rápidamente a definir el tono cómico de la película, que podría llevarnos al territorio alocado y desacomplejado de Kung Fu Sion (Stephen Chow, 2004) pero falla estrepitosamente por el camino.

Rafael persigue su sueño de ser un maestro de ‹kung-fu› yendo a un monasterio cristiano ortodoxo —un recurso arquetípico del género que referencia como base de su comedia— para convencer a los monjes de que es digno de ser instruido. En ese momento la machacona utilización de la banda sonora con la canción The Wizard de Black Sabbath encuentra su lugar completamente descontextualizada, conectando la oscura vestimenta y las barbas de los monjes con la imagen de los artistas y seguidores de esta música, que provoca un resultado ecléctico en el que se identifica, sorprendentemente, cierto sentido coherente. De nuevo la obsesión por encajar en un grupo con una vestimenta, creencias y cotidianidad homogénea forman parte del camino a la liberación de su personaje principal. Este tipo de mezclas imposibles de estética, música y ambientación histórica lo pudimos ver en el infame musical Jeannette, la infancia de Juana de Arco (Bruno Dumont, 2017) que introducía el ‹heavy metal› en la época medieval con un resultado mucho más disonante y reiterativo. La insistencia de Rainer Sarnet en la comicidad de algunas de sus ideas acaba por desgastarlas rápidamente. Las coreografías de luchas llevadas a un exceso grotesco, la utilización de la cámara rápida y los subrayados estridentes con efectos de sonido, más allá de la parodia consiguen sobrecargar de estímulos muchas de sus escenas.

La parodia absurda podría ser el mejor aliado de este relato, pero la narración se enfanga cuando se empeña en introducir diálogos teológicos y conceptos clave de la doctrina del cristianismo ortodoxo dentro de la trama —que se toma quizá demasiado en serio para crear otro contraste más—. El camino a la iluminación de Rafael en su búsqueda de la humildad para ser aceptado como monje y alcanzar los secretos del ‹kung-fu›, así como la rivalidad con otro joven monje, son los recursos en los que se basa para construir ‹gags›. También cierta mirada distanciada sobre la vida monástica y las supersticiones y creencias místicas que forman parte de su rutina.

La relación con su madre y con la joven con la que mantiene cierto interés romántico añaden todavía más capas de conflicto para desarrollar un tipo de humor más costumbrista y de comedia de situación. Como ocurría en Bloodsuckers – A Marxist Vampire Comedy (Julian Radlmaier, 2021), resulta difícil encontrar el equilibrio de elementos abiertamente absurdos y paródicos con otros más reflexivos y el contraste con una puesta en escena rigurosa. La lucha invisible implosiona sobre su propia premisa demasiado pronto, dando la sensación de ser un ‹sketch› alargado al que se le acaba la gracia a la media hora por mera repetición, para luego volver a añadir más y más ocurrencias a una mezcla que parece seguir el emblemático exceso de los Monty Python —obviamente lejos de su genio e inspiración—, y cuyo intento de crear algún tipo de discurso tropieza una y otra vez por su falta de medida. Lo único que queda entonces por rescatar son un puñado de escenas en las que la alocada hipertrofia de los códigos del cine chino de artes marciales se apropia de sus planos y demuestra lo efectivo que resulta el humor más simple y visual, abandonando cualquier otra reflexión o elemento dramático a un lado.

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