A través de las imágenes germinales de La ligne, Ursula Meier nos traslada a la vulneración del espacio familiar desde una desafección patente; un acontecimiento que termina con su protagonista, Margaret (cuyo personaje, repleto de matices más allá de esos conatos violentos, es encarnada por una notable Stéphanie Blanchoud), expulsada del hogar materno, pero del que se antoja complicado establecer un contexto específico más allá de algún diálogo alejado de dotar de significado o connotación a esa circunstancia, amén del supuesto carácter manipulador de su madre, Christina (interpretada por una Valeria Bruni Tedeschi en su salsa). Un carácter que se irá dilucidando, por otro lado, a lo largo del relato, descubriendo una personalidad excéntrica cuyo ego intercede en cualquier situación que requiera o no de una atención que se dirime en cada una de sus relaciones: desde la que sostiene con su nueva pareja, hasta el conflicto acontecido entre ella y Margaret, posiblemente y en parte suscitado por su propia manera de afrontar lo familiar e intentar ejercer un control indisimulado dentro de lo que pasa en ese mismo seno —un hecho que se deducirá bien pronto de la conversación que sostenga Margaret con su hermana pequeña, Maron, a la salida del hogar materno—.
Si bien es cierto que Ursula Meier huye de toda sutileza en su exposición —en parte, porque la escritura y el modo de afrontar sus dos personajes centrales no lo permiten—, La ligne funciona mucho mejor en todo lo que calla, en aquello que no se desliza de ningún diálogo ni acción que puedan interceder en el ya de por sí maltrecho vínculo entre ambos personajes. De este modo, y aunque se antoja hasta cierto punto necesaria la introducción de esos dos caracteres extrovertidos —uno por su naturaleza indómita, el otro por la manera de afrontar cada situación y manejarlo todo a su antojo—, la cineasta suiza sabe cómo hacer que su obra albergue algo más que un expositor de muecas y poses sobreactuadas —que es algo en lo que fácilmente podría convertirse el film, pero es evitado tanto por la autora de Sister como por la labor de dos actrices que rayan un gran nivel; incluida Bruni Tedeschi, con sus tics y desmanes, nunca rebasando las propiedades del relato—, estableciendo ante todo un sugestivo subtexto que es el que impele al espectador a adentrarse más allá de las imágenes y el sentido que estas puedan contener.
Es, no obstante, la labor visual otro de los valores de esta La ligne, desde el cual la cineasta es capaz de suscitar algo más que metáforas obvias: es suficiente con observar cómo afronta Meier esa última secuencia, midiendo cada plano, encontrando a través de lo visual una confrontación ambigua —por cómo parece desencadenar en no-confrontación en el modo que los personajes se evitan (pero no)—, para atisbar en ese ámbito un trabajo mucho más poderoso de lo que a priori pudiera parecer. La ligne se desarrolla, pues, lejos de cómo sus personajes deciden omitir hechos —por la forma en que tanto Maron como su hermana mayor, Louise, pasan por alto ciertas consecuencias de la reyerta— o manejar la situación con tal de no perder un control que se antoja capital, desgranando así tanto las dinámicas familiares como esa profunda desafección que parece ser el germen de todo, y consiguiendo un acerado retrato que, con sus más que palpables excesos, encuentra en todo momento el modo de dialogar lejos de estos, de afrontar una tesitura mucho más compleja de lo asumible en tanto lo que nos atañe va más allá del mero vínculo, de la exposición afectiva, también se desliza como eje lo que será nuestro comportamiento, nuestra forma de relacionarnos, y es algo que Meier comprende y retrata con una fuerza digna de elogio.
Larga vida a la nueva carne.