Guillaume Massart centra su atención en una prisión francesa, habitada por una serie de hombres que cumplen sus últimos años de condena, para realizar un documental que revela diferentes puntos de vista acerca de temas como la culpa, la reinserción o las relaciones habituales que la sociedad establece con los criminales. Es así como Guillaume Massart coge su cámara y sigue a estos presos por el recinto penitenciario para interrogarlos en una serie de paseos distendidos que derivarán en una especie de proceso mayéutico mediante el cual entrevistador y entrevistado intentarán llegar, si bien no a una verdad absoluta, al menos sí a un terreno seguro o a algún punto en común sobre el que apoyarse y servirse. La riqueza de La liberté reside principalmente en dos pilares. En primer lugar, se vuelve un elemento importante el hecho de que la prisión por la que ronda la cámara de Massart no sea una prisión cualquiera, sino más bien un recinto abierto y rodeado de terrenos amplios en el que los límites los marca un cartel y no un muro o un guarda de pinote. Será este punto de “cárcel sin barrotes” el que tomará relevancia por dos motivos: por un lado, es esta “libertad” de movimiento la que permitirá que director y recluso desarrollen el proyecto a través de largos paseos que permiten tanto un mayor flujo de la palabra como esa intimidad que se deriva del caminar tranquilo con el otro durante un tiempo prolongado; por el otro lado, será la ausencia de límites físicos la que reflejará de manera notoria las barreras psicológicas que emergen en estos hombres durante el cumplimiento de la pena. En segundo lugar, la idea de que los presidiarios —o al menos la mayoría, según se desprende de sus conversaciones— estén cumpliendo sus últimos años de condena adquiere gran protagonismo, a su vez, en dos sentidos: primero, porque este haber pasado determinado tiempo en la prisión y haber reflexionado sobre la experiencia da lugar a un mayor ahondamiento y permite alcanzar una mayor profundidad en el desarrollo de temas, algunos citados más arriba, como el arrepentimiento, la importancia (o no) de las terapias psicológicas que se les facilitan o los motivos de la elección de la víctima sacrificial; segundo, y dejando de lado la mirada hacia el pasado para apuntar en este caso hacia el futuro, este estar cerca de la libertad convierte en tema obligado el pronunciarse sobre las posibilidades que se les van a abrir y que hasta el momento de la grabación tienen vetadas, resaltando en todo esto el pulso entre las visiones pesimistas y los puntos de vista que tienen a crear puentes hacia otros lugares y hacia otras personas.
En consonancia con otros documentalistas contemporáneos como Wang Bing, Guillaume Massart decide contar todo esto desde un estilo en el que una cámara se cruza de la manera más natural que puede con la vida y el entorno de aquello que registra, buscando la mayor identificación posible entre objetivo y mirada. Más allá de esto, el director francés, mediante la inserción en el montaje final de un plano en el que un hombre le advierte de que no quiere ser grabado, no oculta que lo que el espectador va a presenciar no es ni mucho menos la verdad de todo aquello, sino la versión más natural y más verídica que ha encontrado y que nos puede ofrecer de algunos presos (de los más de cien que se encuentran allí en el documental no se cuentan más de diez) que se han ofrecido a compartir su experiencia y parte de su día a día durante un tiempo limitado. A pesar de todo, Guillaume Massart construye una obra que, sin esconder las limitaciones a las que se enfrenta el documental —en tanto que género cinematográfico—, se entrega a registrar de la manera más fiel posible unos fragmentos de vida que permanecían ocultos.