La hambruna provocada por las malas cosechas, la llegada del cristianismo en una tierra de ritos paganos, la confrontación de distintas sociedades y modos de vida… el marco que tenía Roel Reiné ante sí en su nuevo trabajo se antojaba idóneo para otorgar la complejidad necesaria a un universo como el vikingo, generalmente marginado y, cuando no, retratado a través de una épica que poco aprovecha las connotaciones que precisamente podría otorgar en forma de lienzo histórico más o menos verosímil. Lejos de la figura del protagonista —ese Redbad al que alude su título, remachado en su epopeya por el título español con la inclusión del “La leyenda de”—, el cineasta neerlandés tenía la posibilidad entre manos de atravesar la odisea del personaje y, además, intentar representar un contexto repleto de matices, en especial ante el panorama perfilado. No es que Reiné abandone temas propuestos a su suerte ni mucho menos, pues la intención por trazar un discurso en torno a ese choque de credos existe, y obtiene la progresión necesaria a lo largo del extenso metraje de La leyenda de Redbad. Pero sus tentativas no dejan de quedar en ello, ya no por acentuar los pilares de un subtexto interesante, sino por el mero hecho determinadas situaciones en las que precisamente desatar la conveniente reflexión.
No es, por más que lo pretenda, el film de Reiné discursivo —eso sí, tampoco nos engañemos, muy a vuelapluma y de un modo superficial, pues los propósitos de La leyenda de Redbad están bien definidos desde un principio—. Algo que se certifica en el uso de escenarios que magnifican casi por completo el relato, encontrando en una fotografía por momentos poderosa —aunque abuse del contraluz y en algunas tomas nocturnas no luzca del mismo modo— y en los espectaculares paisajes la definición de unos propósitos mucho más primarios. Es en esa faceta donde La leyenda de Redbad simplifica su lenguaje, ya no por el obvio desarrollo dramático de algunos de sus pasajes, que terminan cristalizando en escenas aún más evidentes —reforzadas por esa a ratos intrusiva banda sonora e incluso el pobre empleo de un ‹slow motion› demasiado vago—, también en lánguidas relaciones entre personajes, que no hacen más que bifucar su mirada hacia lo verdaderamente importante: el intermitente pulso de sus secuencias de acción —espoleadas, una vez más, por un trabajo fotográfico en ocasiones vigoroso, capaz de sustentar la cinta por sí solo—, que componen la esperada demostración de músculo y (cómo no, qué cruz señor Snyder) fatigosos ralentís. Un apartado en el que Reiné se maneja con suficiencia para otorgar otro empaque a su trabajo, y que si bien no logra ocultar los defectos de los que hace gala, propone al menos un espectáculo digno en mayor medida. En su favor, cabe decir que La leyenda de Redbad, pese a su abultada duración, otorga suficientes alicientes y desenvuelve una crónica en la que quizá no encontremos una gran labor en la descripción de personajes que resultan meros bocetos, pero sabe leer casi siempre el tempo del relato, logrando un resultado que satisfará a quienes tanteen otro acercamiento a una etapa de tan poco reflejo en el ámbito cinematográfico, y que otorgará algunos estímulos a quien vaya en busca de una épica tan medida que hasta corre el riesgo de perderse en terreno de nadie.
Larga vida a la nueva carne.