A principios de los años sesenta, Seijun Suzuki se destapaba como uno de los principales outsiders en nómina de la Nikkatsu, mítica productora nipona especializada en la producción de cine de género con claras aspiraciones comerciales. Los objetivos de los grandes jefes eran radicalmente contrapuestos a los del ínclito Suzuki, quizás uno de los principales deformadores del vestido visual y narrativo tejido en los alrededores del cine de acción, y por tanto, responsable de la estilización de la arquitectura conceptual que hasta ese momento predominaba en el envoltorio de las películas etiquetadas como noir. El autor de Branded to Kill fue uno de los primeros frikis capaz de manipular los resortes dogmáticos de este tipo de cine que nadie se había atrevido antes a discutir. Su inyección de finas gotas de comedia grotesca, de potentes y coloridos rayos de surrealismo así como de una incipiente querencia a perfilar dibujos ‹cool› e impostados de la realidad con el fin de potenciar los efectos hipnóticos presentes en sus fulminantes píldoras, le convirtieron en un autor único en su especie.
En este sentido cabe destacar La juventud de la Bestia como una de las primeras películas relevantes a nivel artístico y popular del maestro —si bien esa popularidad tardaría muchos en años en trasladarse a la realidad, merced al fracaso comercial que arrastró Suzuki en sus años de esplendor—. Nos encontramos ante una película diferente, pero a la vez deudora del universo atmosférico propio de un film de cine negro americano. Suzuki optó en esta ocasión por contenerse en lo referente a la inclusión de dosis de comedia absurda forjada a través de un surrealismo patético y sin embargo atractivo. Pues La juventud de la Bestia se eleva como una película de acción total, fresca e innovadora, que mezcló con sapiencia los nuevos márgenes inherentes a ese cine agresivo y transgresor ‹made in› años sesenta con un halo contagiado de un clasicismo ciertamente embaucador y magnético, construyendo de este modo una obra de cine de ‹yakuzas› que contaba con referencias de primer orden como el reciente éxito de Akira Kurosawa Yojimbo combinado con esa acción seca y muy áspera marca de la casa del noir de Anthony Mann.
Para sacar adelante esta producción, Suzuki contó con las mejores armas propiedad del estudio de la K. Unas armas entre las que destacaba el Steve McQueen del cine nipón, el sex symbol y actor estrella de la Nikkatsu Jo Shishido, en la que fue su segunda colaboración con el director que le encumbraría como un icono del ‹cool›. Aprovechando al máximo la oportunidad que se le presentaba, Suzuki trenzó una obra que fácilmente podemos identificar como perteneciente a su autor, pero renunciando a sus locuras y excentricidades, logrando de este modo un producto que será de interés por igual tanto a defensores como a detractores del peculiar estilo del cineasta japonés. Sí. Y es que La juventud de la Bestia no solo se destapa como una película terriblemente entretenida poseedora de un ritmo trepidante sino que asimismo detenta una trama muy enrevesada, de contornos muy retorcidos e intrigantes, que hará las delicias a esos espectadores que buscan algo más que una simple sucesión de escenas de acción.
La apertura del film no puede ser de lo más iconoclasta. Así Suzuki transformará la fotografía colorista que será seña de identidad del film a lo largo de su desarrollo, por una breve introducción filmada en blanco y negro (al estilo de esa amalgama cromática que posteriormente derretiría en su emblemática El vagabundo de Tokyo), que plasmará el arribo de la policía a un prostíbulo para examinar una escena que parece un doble suicidio. El del capitán de la policía Koichi Takeshita junto a una geisha que según relata la nota de suicidio anexa en la escena del homicidio muestra la identidad de su joven amante. Takeshita era el responsable de desarticular las redes ‹yakuza› ligadas al narcotráfico y a la prostitución, ostentando una personalidad íntegra y humilde, por lo que la aparición de su cuerpo sin vida resultará toda una sorpresa para sus compañeros.
Tras esta sorprendente introducción, Suzuki coloreará la pantalla exhibiendo la algarabía y alegría luminosa inherente a las calles de Tokyo. Una ciudad juvenil, caótica y tiznada de criminalidad. A continuación la poderosa cámara del sensei se situará entre las paredes de un local de recreo que alberga la presencia de un joven misterioso llamado Jo Mizuno (Shishido), un intrépido juerguista que parece tener ganas de armar bronca en el establecimiento regentado por la banda de los Nomoto. De este modo, su mal carácter y vehemente personalidad será fruto de atracción del dueño del local, quien pondrá a prueba a Jo con el fin de contratarle en nómina como matón.
Tras aprobar el examen con sobresaliente, Mizuno comenzará una intrigante partida de ajedrez, confabulándose tanto con una de las mujeres del jefe de la banda de los Nomoto que tratará de atraerlo para ejecutar el asesinato de la esposa favorita de éste, como mezclando sus cartas con la baraja de la pandilla rival del clan Nomoto, aliándose con su jerarca a cambio de una suculenta cantidad de dinero con la intención de desmantelar un suntuoso negocio de tráfico de drogas que tiene entre manos su empleador. Este juego a dos bandas, sacará a la luz la verdadera figura de Mizuno, que no es la de ese ex-presidiario sin trabajo y con un excelente manejo de las armas que parece entreverse, sino que adquiere el rostro de un ex-policía corrupto, antiguo compañero del asesinado capitán Takeshita, que urdirá un plan tanto para esclarecer los motivos de lo que él considera un asesinato encubierto bajo el paraguas de un falso doble suicidio, como para buscar esa avidez de venganza que hiere su alma, la cual no descansará hasta que permita salvar el honor del único compañero que le prestó ayuda cuando nadie quería tener a su lado la sombra de un corrupto. ¿Podrá Mizuno salir indemne de tan arriesgada aventura y castigar a los culpables del asesinato de su compañero Takeshita?
Esta es la atractiva trama que rodea el compacto engranaje de una de las mejores películas de yakuza de la historia del cine japonés. Porque en La juventud de la Bestia no solo confluyen todos los elementos necesarios para adornar un artificio visual de proporciones mesiánicas, que también, sino que lo hacen esos paradigmas que engalanan toda cinta de acción, intriga y cine negro de la vieja escuela, esto es… Un guión sin fisuras de ritmo frenético que no se detiene en ningún momento en realizar profundas reflexiones filosóficas y donde nada es lo que parece. Una historia de matones y policías infiltrados que para nada tiene que envidiar a las producciones más desatadas del cine ‹made in Hong Kong›. Una violencia concentrada especialmente en el último tramo —como buena película de Suzuki— que estallará sin control en una de esas secuencias finales plenas de pirotecnia y un exquisito montaje salpicadas de fuego y sangre. Un actor en estado de gracia que es un auténtico espectáculo tanto en las distancias cortas con las féminas que aparecen en pantalla como con los esbirros de uno y otro lado a los que aniquilará con estilo ‹cool› sin ningún tipo de contemplación. Y una perfecta narrativa, especialmente torcida hacia parajes de intriga y suspense, que guarda una delirante sorpresa final que dará sentido a todo el embrollo planteado en una fábula blindada por Suzuki contra el aburrimiento.
Todo ello convierte a La juventud de la Bestia en un dulce muy sabroso de aroma penetrante. Tal como hemos comentado, quizás se trate de una de las películas más atractivas y fáciles de digerir del universo Suzuki, hecho éste motivado por resultar una pieza que no encaja al cien por cien con eso que se denominó toque Suzuki. Pero ello no es óbice para que el maestro introdujera ciertos guiños propios de su cine. Como ese peculiar colorido que desborda la pantalla con tonos rojos enmarcados en unos claroscuros fluorescentes derivados de la psicodelia pop. Igualmente esos encuadres imposibles, logrados situando la cámara tanto a niveles del subsuelo como en las alturas para filmar esos picados que quitaban el hipo. No nos olvidemos de esos ornamentos operísticos que destruían todo conato de realidad para inferir una atmósfera pesadillesca y nerviosa que ostentan algunas secuencias como la de la cruel paliza que el jefe Nomoto imparte en medio del jardín a su infiel esposa tras descubrir su alianza con Mizuno, vector rodado al más puro estilo de esos Kaidan llevados a la pantalla por los maestros del cine japonés. En este sentido, los recargados escenarios de la película conectan la misma con esa inclinación de Suzuki por establecer una puesta en escena que bebía del ancestral teatro kabuki. Finalmente esa música de acordes jazz que imprime una fuerza inusitada a las escenas de acción gracias a esos modernos movimientos de cámara de estilo envolvente dignos de aplauso. Sobran las palabras para reivindicar una de esas películas que por sí mismas desprenden ese magnetismo del que gozan las indiscutibles del séptimo arte.
Todo modo de amor al cine.