En su cuarto largometraje, el director francés Robin Campillo narra las vivencias de un niño francés en Madagascar a principios de los años 70. El país, tras haber obtenido su independencia una década antes, todavía está ocupado por militares y colonos franceses, y estos residuos de la época colonial generan una crispación de la que el pequeño Thomas, inmerso en su mundo infantil y con sus propios problemas familiares, no es del todo consciente.
Campillo, nacido en los años 60 en Marruecos y quien también vivió un tiempo en Madagascar, sabe de lo que habla. Pertenece a una generación de franceses que vivieron la descolonización de África y con el tiempo han podido adquirir perspectiva sobre el tema; en este caso, La isla roja funciona de una manera muy audaz y casi diría que temeraria: durante casi toda la cinta estamos viendo solamente retazos de ese desequilibrio de poderes y privilegios propios del colonialismo, así como una imagen contenida de la violencia que asola la isla. Incluso se nos dice, no se nos muestra, que el gobierno ha disparado a un grupo de manifestantes. Esto da una idea de la burbuja en la que vivían niños como Thomas y por extensión sus familias, en un país y una cultura que veían como una suerte de complejo vacacional exótico pero que estaba en permanente ebullición.
Por ello, hay mucho de culpa en La isla roja, de intento de exorcizar los efectos de una memoria incómoda y vergonzosa. Pero la película no lo aborda desde la confrontación directa, sino que, y esto es tal vez su mayor acierto conceptual, desde el reconocimiento permanente de la ignorancia y de esa burbuja infantil. Por supuesto, la cinta aparece concienciada y en último término cambia su punto de vista a la lucha de los nativos, pero no lo hace a través del protagonista, quien tiene sus propias preocupaciones que nada tienen que ver con el ambiente que se vive allí. Claro está, esa última decisión tiene sus riesgos, y estos se explicitan tanto en la sensación global de que la película divaga y no se centra del todo bien en un tema concreto como en el propio tratamiento de las imágenes de los nativos protestando e imbuyéndose de espíritu revolucionario, que son hermosas pero también distantes, porque el director se sabe ajeno a ellas y esto le lleva a filmarlas con una visión idealizada y casi diría que tratando de exculpar de algún modo sus propios sentimientos.
No lo veo como un problema, sino como una consecuencia de la historia personal de Campillo y de sus propias necesidades emocionales surgidas de la misma, pero sí es cierto que, en un contexto en el que hay una clara descompensación en la producción cinematográfica y el surgimiento de voces que narren la historia de pueblos oprimidos, tal vez la descolonización desde el punto de vista de alguien lidiando con los fantasmas de su infancia colonial no sea la perspectiva más urgente ni la más necesaria. Por ese motivo, y aunque aplaudo que se utilice la ficción como vehículo para emociones y sensaciones propias incómodas, mi interés en esta cinta lamentablemente no llega a alcanzar los niveles que hubiera deseado. A esto no ayuda que, en mi opinión, la cotidianeidad que narra la película no sea tan interesante; de hecho parece en muchos puntos un reciclado de estereotipos ‹coming of age› que a estas alturas ni sorprende ni implica emocionalmente. Y en particular, una decisión narrativa, pretendidamente llamativa, que utiliza la película, no termina de funcionar: hablo de las secuencias en las que la imaginación del niño le lleva a crear escenarios en los que su heroína favorita, Fantômette, se enfrenta a los villanos. Estas secuencias, estilizadas con un tono irreal, como si de un cuento se tratase, son interesantes en sí mismas y deberían haberme fascinado más, pero sugieren una intención escapista que no deja de llover sobre mojado en una historia que tiene problemas para salirse de sus propios moldes; de hecho el cambio de perspectiva es la mayor novedad que nos vamos a encontrar en esta trama, y este sucede bruscamente apenas en los últimos veinte minutos.
Sí es cierto que las pretensiones estilísticas de la cinta le dan un aspecto llamativo; un uso de la luz, el color y los recursos sonoros que sin duda logran una cierta entidad artística; la cual, en mi opinión, no alcanza a través de lo que narra. Es una obra interesante en cuanto a su concepto y no voy a decir que no sea meritorio hacer este repaso personal a la culpa y el remordimiento histórico a través de la ficción; pero creo que, ni es el punto de vista que más hace falta escuchar en este punto de la historia y la creación artística, ni tiene por sí mismo una ejecución lo suficientemente lúcida, creativa o memorable como para llegar a ser más que un decente e inocuo viaje por la memoria y la conciliación con el pasado colonial.