Si tratamos de asociar un nombre propio a un género cinematográfico fuera de nuestras fronteras, podría decirse que uno de los principales referentes dentro del cine policíaco contemporáneo es el realizador y guionista David Ayer, quien con obras de la talla de Training Day o End of Watch se ha ganado un puesto en el Olimpo de tan manido género en la industria norteamericana. De puertas para adentro, la tarea podría considerarse más ardua debido a la notable escasez de cintas congéneres a las anteriormente nombradas en comparación al mercado yanqui. No obstante, el director Alberto Rodriguez, con la que fuese su primera incursión en el policíaco, Grupo 7, consiguió aunar alabanzas de público y crítica, y pasó a ser el máximo exponente del subgénero en territorio nacional; logro que su último largometraje, La isla mínima, no sólo reafirma, sino que sitúa tanto a Rodríguez como a su obra a un nivel que nada tiene que envidiar a cualquier producto o cineasta foráneos.
Resulta harto complicado condensar en las líneas que ocupa esta reseña la retahíla de virtudes que atesora esa maravilla que ha resultado ser La isla mínima. Se mire desde el ángulo que se mire, y, aunque se intente haciendo un soberano esfuerzo, no es posible encontrar una sola razón de peso que ensombrezca el brillante trabajo que realizador y equipo técnico y actoral han realizado con el filme, más allá de un par de cabos sueltos en un guión tan redondo como honesto con el espectador.
El libreto del propio Alberto Rodríguez y Rafael Cobos —que ya trabajaron juntos en Grupo 7— derrocha magnetismo y amor por el detalle, y consigue, de forma especialmente meritoria, que espectador y detectives avancen a la par en una investigación apasionante y enrevesada a partes iguales. Esto se traduce, al ser modelado por Rodríguez, en un relato preciso con una narrativa tan sumamente impecable que, por momentos, hace que la cinta trascienda a la pantalla y olvidemos que, en realidad, no estamos acompañando a la disfuncional pareja de policías protagonista por los escabrosos parajes de las marismas del Guadalquivir en las que se ambienta el filme; tierras que, por momentos, se convierten en las verdaderas protagonistas del largometraje.
Sin lugar a dudas, más allá de su impecable dirección y lo hipnótico de su narrativa, la ambientación de La isla mínima es, junto al abrumador trabajo actoral que Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez —magistral especialmente la labor de este último—, la columna vertebral de la cinta. El retrato de la Andalucía profunda post-transición se antoja sobrecogedor, y el desfile de personajes que puebla el entorno rural en el que parece haberse detenido el tiempo antes de la caída del dictador está tratado con tantísima delicadeza y esmero por cuidar hasta el más mínimo elemento, que logra convertir en natural lo evidentemente estremecedor, transformando al filme en una experiencia totalmente orgánica y absolutamente necesaria.
La isla mínima es sólida, está excelentemente dirigida, majestuosamente interpretada y goza de una ambientación irrepetible. Una joya en forma de neo-noir cañí que evoca los mejores momentos de la catódica True Detective, y que parece haber salido de la mente de un Nic Pizzolato con acento andaluz que ha dado forma a la que, posiblemente, sea la mejor película española del año.