Una carrera iniciada hace casi dos décadas y su éxito festivalero desde que empezó el nuevo siglo parecían el aval perfecto para Marius Holst, que venía de ganar en festivales como Chicago o Edimburgo por su Libélula (2001) o de Copenhague con Blodsbånd (2007). Como era de esperar, La isla de los olvidados no se quedó atrás y, además de participar en la Sección Oficial de los festivales de Seattle o Rotterdam y arrasar en los premios nacionales de su país o llevarse el galardón del público en el Festival 4+1, ha levantado alabanzas por donde ha pasado un trabajo del que no cabía esperar menos, ya no tanto por la progresión de una carrera que parece (y remarco esa palabra) estar en auge, también por el hecho de tener tras ella uno de esos molestos letreritos que reza «Basada en hechos reales», algo que no suele tardar en dar frutos cuando tras él se esconden propuestas, en parte, academicistas como La isla de los olvidados.
Uno mira al pasado, sin embargo, y se fija en su primer trabajo, aquella Cross My Heart and Hope To Die que proponía cierta ruptura con el terreno en el que Holst se siente tan cómodo ahora; en pocas palabras, era una ‹rara avis› que nos hacía presagiar a un cineasta del que hoy rescatamos un último título al que, si bien sería severo tildar de rutinario, sí se puede llamar acomodaticio por transformar lo que se asemejaba talento puro y duro en una de esas piezas cuya condición de basada en hechos reales ya marca de por sí. Es extraño encontrar en este tipo de propuestas cualquier atisbo de inconformidad y Holst, por desgracia, no está dispuesto a romper con una tónica que se podría conceder como tópico en estas producciones que cada vez tienen menos que decir.
Tampoco cabe ser cruel con un trabajo que, sin alcanzar grandes cotas, sí tiene ciertos puntos de interés. Arranca con un pequeño relato acerca de una ballena arponeada que huía herida pese a las circunstancias, y que nos podría retrotraer perfectamente a lo que sucedió en esa isla de Bastøy, terreno que funcionaba a modo de prisión donde unos jóvenes sufrieron el estigma impuesto por una cúpula represiva de la que quizá había posibilidad de escape, pero cuyas marcas no sanarían fácilmente. Ese mismo relato sirve como parapeto para hallarnos inmersos ante un mundo al que sueña volver su protagonista, un muchacho que tras matar a un policía militar en defensa propia, será internado en esa prisión, de la que deberá escapar si quiere eludir la pena de muerte, y que encontrará su pequeño rincón en esa historia a la que acudir en determinados momentos, como si de una válvula de escape se tratase.
Esa connotación que bien podría ser tildada de lírica en cierto modo, recibe retribución en un título, el español, cuya traducción puede que sea acertada por primera vez en mucho tiempo pese a diferir del original, y es que dejando a un lado esa historia que, según se nos cuenta en el film, permanecía olvidada como uno de los episodios más oscuros en la historia noruega, ese título de La isla de los olvidados también parece hablarnos sobre el olvido como vía metafórica para huir de esa inhumanidad instaurada en la isla por una especie de prefecto que aboga por la violencia y el trabajo en condiciones implacables como respuesta a los pequeños actos de rebeldía o desobediencia que se pudiesen dar en Bastøy. Ante esa figura, se erige la del director de la institución que, pese a respetar los códigos, se aleja más de esos métodos atroces, aunque tampoco tenga reparos en aplicarlos cuando es menester.
Definitivamente, podríamos hablar sobre La isla de los olvidados como un trabajo de connotaciones y puntos fuertes que se ve lastrado por aspectos que se alejan de lo técnico, donde Holst se aplica al máximo para dar vida a una recreación en la que no falta de nada. En esos aspectos, más dirigidos al devenir de una cinta que nunca logra que olvidemos otras producciones similares (ya se sabe, los típicos momentos de impostada rebeldía, a los que sucederán castigos físicos, las relaciones entre compañeros de distintas condiciones, etc.), es donde hallamos el principal lastre de un trabajo que, además del noruego, sustenta un elenco fabuloso en el que destacan la presencia del magnífico Stellan Skarsgård, y Benjamin Helstad, un chaval que incluso consigue hacer sombra en el rol protagónico a un intérprete de la talla del sueco, que acompañados por el también veterano Kristoffer Joner (Bosque tenebroso, Next Door) ensalzan un resultado final nada desdeñable, pero al que se podría haber pedido más sabiendo quien estaba detrás de todo.
Larga vida a la nueva carne.